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El despertar del color

JOSU BILBAO FULLAONDO Estos últimos años, cuando llega la Semana Grande de Bilbao, la BBK inaugura una espléndida exposición fotográfica en la sala de la calle Elcano. Para los amantes de esta especialidad resulta un auténtico revulsivo. No cabe duda que desearían tenerlo con más frecuencia. Bien vendría que, desde esta fundación patrocinadora, se conformase un lugar estable para este tipo de creaciones, hoy día, presentes en los pasillos de todos los museos del mundo. En esta ocasión, y hasta principio de octubre, se ha elegido a Willian Eggleston (Memphis, EE UU, 1939) de quien se muestra una representativa selección de sus trabajos. Egglestón despertó su interés por la actividad fotográfica cuando realizaba sus estudios universitarios. En 1962 descubre el trabajo de Henri Cartier Bressson y un año más tarde comienza a trabajar como fotógrafo independiente. Por estas fechas el dominio artístico del blanco y negro va cediendo terreno a la pluralidad cromática. En 1966 se inclina definitivamente hacia las tomas en color dejando atrás sus primeras influencias. Encuentra en ello la mejor forma para expresar un cierto hastío y aburrimiento de lo que supone la vida en una pequeña ciudad norteamericana. Desde estas premisas lleva a cabo todo un inventario de personajes, objetos y arquitectura de la vida cotidiana de Tennessee; todo le resulta fotografiable. Después de presentar sus trabajos en distintas galerías llega finalmente al prestigioso MOMA de Nueva York. Es 1976 y el reconocido J. T Szarkowski le califica como inventor de la fotografía en color. En la actualidad su obra está en las colecciones más prestigiosas. En 1998 le concedieron el premio Erna y Víctor Hasselblad, solo conseguido por fotógrafos tan relevantes como Robert Frank, Sebastiao Salgado, Richard Avedon o Ansel Adams, entre otros. La colección colgada en la Sala de Cultura es un recorrido antológico donde se recogen diversos aspectos difíciles de aglutinar de manera temática. Objetos, paisajes urbanos y algunos retratos dibujan la trayectoria. Trofeos deportivos posan sobre una máquina automática de tabaco; una estantería muestra una bota y dos zapatos alineados; el viejo camión refleja contundente la rojiza luz del atardecer; sobre el asfalto, los cuadros del pintor ambulante parecen bisagras dispuestas a cerrarse para marchar a otro lugar. No falta el retrato de Elvis sobre un espejo que refleja el fondo de un salón decorado con criterio empalagoso, y un campo de algodón soporta el peso de un cielo azul que divide en partes iguales el recuadro. No se trata de escenarios rebuscados, las posiciones de cámara resultan ingenuas y la composición despreocupada. El interés más alto de la realización se encuentra en la variada paleta cromática y en la disparidad de momentos lumínicos elegidos, algunos de ellos provocados por el flas. Una luz que en la sala de exposición resulta escasa. A buen seguro se pretenden proteger las obras con el máximo rigor. No puede faltar cierto mimo, pero a fuerza de querer salvar exageradamente los papeles baritados de la quema pueden arder las retinas de los visitantes. Aparentemente pueden resultar fotos banales, sin embargo, son reflexiones profundas hechas con sencillez icónica. Las tonos y figuras son indisociables de la cultura de los años 70. Un declarado interés por los emblemas de la sociedad de consumo americana, propagan un estilo compartido por Andy Warhol y otros autores coetáneos. Son imágenes que en primera lectura adoptamos como propias, las sentimos fáciles de digerir y las quitamos importancia. Después descubrimos su verdadero peso, el rechazo por el formalismo precedente. Una preocupación estética que marca tendencia, donde el color es centro del que emergen dimensiones descriptivas, simbólicas, expresivas, e incluso una manera de vivir. Un autor que parece buscar con su obra apartar la fotografía de influencias pictóricas algo que, sin extirparlo del todo por tratarse de un referente (digamos) genético, consigue por momentos.

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