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Editorial:
Editorial
Es responsabilidad del director, y expresa la opinión del diario sobre asuntos de actualidad nacional o internacional

Lloviendo pueblo

¿Va a conseguir el presidente Chávez satisfacer las enormes expectativas que ha creado entre la mayoría de los venezolanos de mejorar su vida sin recurrir a procedimientos autoritarios? De momento, el cambio se mueve a la velocidad de una locomotora desbocada. La Asamblea Constituyente, sobre la que Chávez reina, ha dado la espalda a los jueces y se ha declarado originaria, es decir, sin límites legales a su capacidad de decisión. Como consecuencia, las más altas instituciones (Parlamento, Tribunal Supremo) están suspendidas de facto. En medio de este limbo jurídico, y al grito de "está lloviendo pueblo", el presidente quiere que la soberanísima pueda destituir a cualquier cargo del Estado si considera que interfiere su labor. La Asamblea tiene seis meses para redactar una nueva Constitución, pero Chávez quiere que lo haga en tres.El presidente tiene clara la inmensa fuerza que le otorga haber obtenido 120 de los 131 escaños de la Constituyente. Pero no parece tener tan claro hacia dónde se dirige. Predica la revolución, pero la historia muestra que muchas de las acepciones de esa palabra son sinónimas de desastre. Económicamente, parece pretender un modelo original a caballo entre la economía de mercado y la intervención estatal. El populismo del presidente promete faraónicos planes de empleo o de seguridad social y grandes reformas en la educación o la vivienda. E incluso rebajar los tipos de interés.

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Hugo Chávez: "No tengo el poder absoluto ni quiero tenerlo"

Pero no explica cómo van a financiarse esas medidas. La verdad es que Hugo Chávez -a pesar de la reciente subida del petróleo, del que su país es uno de los principales productores- no tiene mucho margen de maniobra. La economía venezolana caerá este año al menos un 4% y todos sus indicadores esenciales apuntan una situación de urgencia. El terremoto político, además, asusta a los inversores extranjeros, cuyo dinero necesita desesperadamente el país caribeño. Dar la vuelta a Venezuela sin alejarse de la ortodoxia democrática es tarea titánica. El país, grande como dos Españas, ha vivido cuarenta años bajo un régimen parlamentario engrasado por el petróleo, en el que las elecciones regulares y los gobiernos más o menos estables han ocultado el reino supremo de la corrupción y el amiguismo. La desigualdad ha adquirido dimensiones insoportables y la desesperación ha alumbrado el chavismo. Los venezolanos han demostrado consistentemente en las urnas durante los últimos meses hasta qué punto consideran enterrado aquel modelo. Pero el presidente tendrá que caminar con pies de plomo en la construcción del que haya de sustituirle. Y su popularidad arrasadora puede resultar en esto más un lastre que una ayuda. Algunos de los indicadores son preocupantes: desde el creciente poder de los militares, entre los que el comandante paracaidista se siente a sus anchas, hasta los radicales conflictos de poderes entre nuevas y viejas instituciones que Chávez agudiza. El líder venezolano ha declarado a este periódico que ni tiene el poder absoluto ni quiere tenerlo. Pero en las circunstancias actuales la tentación del cesarismo es cualquier cosa menos una figura retórica. El viaje no habría merecido la pena -y el propio Chávez dice que un sistema puede nacer legítimo y perder la virtud en el camino- si un arrollador triunfo en las urnas sirviera para alumbrar en esta zona maltratada del mundo un nuevo salvapatrias.

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