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De los cuarenta a los noventa

Como seguramente sabrán los lectores de EL PAÍS, mi actividad como músico aficionado sólo ha sido superada por la escritura y enseñanza de la historia. En los cuatro años de mi carrera académica en la Universidad de Harvard, entre 1938 y 1942, también fui primer flauta de la orquesta universitaria. Después, en la década que siguió a la II Guerra Mundial, entre 1946 y 1955, participé en los festivales musicales de verano que se celebraron en las facultades de Bennington y Marlboro, y formé parte de la sinfónica estatal de Vermont, orquesta que incluía tanto músicos profesionales como aficionados, y que daba varias docenas de conciertos al año en los auditorios de las universidades e institutos de todo el Estado. Después de marcharme de Vermont he interpretado durante unos cuarenta años gran cantidad de música de cámara y asistido a muchos conciertos profesionales excelentes, pero no he tenido tiempo para participar en festivales de música ni para asistir a ellos. Pero el pasado mes de julio tuve la oportunidad de asistir como oyente al festival anual de Bach en la Universidad de Oregón. Esta experiencia me ha traído un torrente de recuerdos, y la comparación de aquellos recuerdos de los cuarenta con la reciente experiencia veraniega me ha dejado la fuerte impresión de las diferencias cualitativas que existen en la atmósfera social de los dos periodos. Para empezar con los elementos que son comunes a ambas experiencias, todos los participantes compartíamos un ardiente amor por la música clásica, y la inquietud espiritual de recrear las obras maestras, tanto orquestales como corales, de la música europea desde el Renacimiento hasta mediados del siglo XX. Nos enorgullecíamos de poseer un alto nivel técnico de interpretación, por no decir completamente profesional. Nos considerábamos músicos dedicados por completo a la música, tanto si esperábamos vivir de la interpretación o de la enseñanza musical como si no. Una parte fundamental del ambiente consistía precisamente en la colaboración entre los grandes profesionales de fama internacional, los estudiantes avanzados, y unos aficionados altamente competentes. La mayoría de nosotros compartíamos la fuerte convicción, por muy imposible de demostrar que sea, de que la gran música tiene un profundo significado religioso como expresión unificadora y ennoblecedora de la solidaridad humana que traspasa todas las fronteras doctrinales, nacionales, raciales y lingüísticas. Pablo Casals fue la inspiración espiritual y musical del festival de Marlboro, y el director principal del festival de Bach de Oregón, Helmut Rilling, es el primer director alemán que ha sido invitado a dirigir la filarmónica israelí. Mientras que el espíritu general de los festivales, tanto en los años cuarenta como en los noventa, ha sido muy similar, existen multitud de pequeñas diferencias que apuntar. En la década de los cuarenta había relativamente pocas mujeres en la orquesta, y ninguna entre los directores. Los miembros del coro y de la orquesta intercambiábamos cariñosos saludos por los pasillos con los mejores solistas, pero no les llamábamos por sus nombres de pila, y no recuerdo haber visto jamás a nadie en los ensayos con pantalones cortos y camiseta. Los porteros y los ayudantes de escena eran amables, pero prácticamente no se les veía cuando su trabajo no se realizaba directamente sobre el escenario. Los afinadores de pianos aparecían vestidos de traje, o al menos con una combinación de pantalón y chaqueta. En todos los conciertos llevábamos esmoquin, y el atuendo habitual de los ensayos consistía en americana y pantalón. Nos afeitábamos de forma más o menos regular, y los hombres aún no habían empezado a llevar coleta ni aros en la nariz. En las secciones de viento y cobre había una asignación permanente de rangos. Había un primer flauta y un segundo flauta, un primer fagot y un segundo fagot, etcétera. En los programas impresos se incluía el nombre y los rangos de todos los participantes, pero no había presentaciones personales ni se hacían discursos desde el escenario. Nuestra participación en la orquesta universitaria estaba incluida entre las "actividades extracurriculares", pero no se nos concedían créditos académicos por ello. En los años noventa las cosas se han hecho más variadas e informales. Muchas mujeres forman parte de la orquesta y hay varias entre los directores, tanto profesionales como estudiantes. En los años cuarenta había muy pocos negros y prácticamente ningún asiático ni ningún indio americano, mientras que actualmente hay muchos en cualquier organización musical. En los conciertos de gala los participantes siguen llevando esmoquin y trajes largos, pero ahora, en muchos conciertos de cámara menores y en todos los ensayos, la gente se presenta en pantalones cortos, vaqueros, camisas hawaianas, etcétera, y decorados con toda suerte de joyería y barbas. La orquesta en sí es menos jerárquica. Hay muchos intérpretes, tanto entre las secciones de viento como de cobre, que se turnan para interpretar los solos. Los solistas y los directores, tanto los invitados como los alumnos, son presentados a menudo por su nombre, y se les anima a pronunciar unas palabras para presentarse y decir de dónde proceden y por qué se alegran de participar. En mi opinión, la familiaridad cada vez mayor y la variedad étnica reflejan las mejores tendencias democráticas de la sociedad estadounidense. Pero también se han visto acompa- Pasa a la página siguienteViene de la página anterior ñadas de una mayor presencia de los aspectos comerciales y competitivos menos admirables de la vida estadounidense. Al inicio de cada concierto, un sonriente maestro de ceremonias nos pedía un aplauso para la empresa que financiaba el concierto en cuestión o proporcionaba becas a este o aquel grupo de estudiantes. Las universidades no han tomado una decisión uniforme en lo que respecta a adjudicar créditos académicos por participar en las orquestas o los coros. Pero como las medias de las puntuaciones se han hecho mucho más importantes de lo que eran hace 50 años, y los estudiantes se sienten presionados para "no perder el tiempo" en actividades con las que no se consiguen créditos, la tendencia actual es adjudicar créditos académicos por algo que los estudiantes de mi generación considerábamos alegremente como una mera afición. La gran mayoría de mis compañeros de orquesta en los años cuarenta no estudiaban la licenciatura de música. Disfrutaban desinteresadamente de una afición. (Este cambio de motivación también se ha experimentado en el tenis, el baloncesto y, en general, en todo el mundo deportivo). Quizá sea inevitable que conforme una sociedad se va haciendo más democrática en términos de oportunidades educativas, también se haga más competitiva y más pragmática. Antes de la II Guerra Mundial, únicamente el 10% de los que acababan el instituto accedían a la universidad, y el dinero de las pocas becas existentes era financiado por los antiguos alumnos de cada institución. Yo disfrutaba de una beca destinada, según se registraba en la lista oficial, a "un hombre que responda al nombre de Murphy, de Milton, Massachusetts"; pero como no había un candidato adecuado que tuviera esas características concretas en 1938, los administradores de Harvard se la adjudicaron a un hombre que respondía al nombre de Jackson y que procedía de Mt. Vernon, Nueva York. Tras la guerra, el Gobierno de Estados Unidos financió la educación superior de todos los veteranos de los servicios militares que lo desearan, y en las décadas que siguieron a 1945, más de la mitad de los que acabaron el instituto pasaron a algún tipo de enseñanza superior. La ampliación en términos numéricos también implicó que muchos estudiantes fueran los primeros de su familia en adquirir una educación avanzada, y lo que éstos buscan no es participar en una tradición intelectual de élite, sino una manera de ganarse la vida mejor que la de sus padres. Si son músicos (o jugadores de tenis), para ellos es más importante conseguir un empleo que tener un pasatiempo divertido y separado de sus carreras profesionales prácticas. De ahí la presión para obtener créditos académicos por lo que antes solían ser actividades puramente voluntarias. Los diversos cambios de ambiente que he señalado en los párrafos anteriores me producen sensaciones contradictorias. La menor solemnidad y la variedad étnica y de clase son, obviamente, un elemento positivo. Pero si hay que presionar para lograr una recompensa personal para cada aspecto de las actividades de uno, y aplaudir públicamente a todas las instituciones por su ayuda económica, ¿no se pierde algo de espontaneidad y generosidad? ¿Es que en la vida no queda espacio para las actividades gratuitas, para las cosas que hacemos por amor a Dios, por amor a la humanidad, por amor a la belleza, o por mero placer, sin ninguna relación con lo económico?

Gabriel Jackson es historiador.

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