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FESTIVAL DE AIX-EN-PROVENCE

Herbert Wernicke hace una provocadora y demoledora versión de 'La bella Elena'

El espectáculo está coproducido por los festivales de Aix-en-Provence y Salzburgo

Las operetas están suscitando últimamente una tentación irresistible a varios de los directores de escena centroeuropeos. Marthaler, por ejemplo, hizo una lectura delirante de La vida parisina el año pasado en Viena y Berlín, sobre una orquestación de la opereta adaptada por Sylvain Cambreling para los 19 músicos del Klangforum de Viena. Wernicke vuelve ahora a La bella Elena después de una peculiar versión de Orfeo en los infiernos para el teatro de La Moneda de Bruselas, ambientada en la célebre cervecería La Muerte Súbita.

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En Aix se ha realizado una orquestación especial de la partitura de La bella Elena para 12 músicos -flauta, oboe, clarinete, fagot, trompa, trompeta, trombón, piano y quinteto de cuerdas- procedentes en esta ocasión de la Orquesta de París. El primer punto de conflicto viene precisamente de ahí. La adaptación de Oliviere Kaspar carece de mordiente, a mi modo de ver, y se queda un tanto descafeinada. El director musical Stépane Petitjean no consigue darle el aire que la escena pide, aun contando con la calidad de los solistas parisinos. Se queda en el refinamiento y el orden: no es suficiente. Sobre esta base sonora, Wernicke hace una dirección escénica como mínimo provocadora. Parte de la idea de que Offenbach se servía de la mitología para hacer una crítica de la sociedad parisiense de su tiempo, llena de personajes decadentes y vanidosos, y traslada la acción a la Europa política y televisiva de nuestros días. Hay una escena en el tercer acto muy significativa al respecto, con los personajes de Menelao, Agamenón, Aquiles o Ajax, metidos juntos en una piscina de dimensiones familiares, cada uno con un bañador con los colores de las banderas española, inglesa, alemana, italiana y francesa, leyendo, respectivamente, EL PAÍS, The Times, Frankfurter Allgemeine Zeitung, La Stampa y Le Monde.

Ese pasar el tiempo chapoteando en la bañera, ajenos a lo que pasa fuera, entra en la categoría del teatro paródico más demoledor. Orestes, a todo esto, entra en los salones burgueses conduciendo una inmensa moto, con tatuaje, pendientes, vestido de chupa de cuero y siempre acompañado de dos cocottes. Sobre la misma moto se marcharán Paris y Elena para consumar su naciente amor.

Hace ya mucho tiempo, en una puesta en escena de El jardín de los cerezos de Chejov a cargo de Strehler, causó sensación un trenecito de juguete que pasaba por el fondo de la escena. En La bella Elena de Wernicke (digo de Wernicke y no Offenbach, cosas del inconsciente) hay también un tren, no tan gigantesco como el que utilizó en Orfeo en los infiernos, sino pequeñito, un tren eléctrico al modo de Strehler, que cruza varias veces la parte delantera del escenario, con la locomotora arrastrando vagones de pasajeros (simulando el viaje de ida y vuelta de Menelao), o bien transportando manzanas (un símbolo que se está contando), o bien al final cargando varios tanques y un caballo de Troya, por razones obvias de correspondencias actuales.

Más de uno se puede preguntar: ¿es ésta La bella Elena de Ofrenbach o una recreación de Wernicke y sus colaboradores a partir de la misma? Pienso que más bien lo segundo, aunque se mantenga la base musical y el esquema de la trama original. La parodia se extiende también al campo sonoro, con momentos en clave de humor que hacen referencia a Berlioz, Meyerbeer, Verdi o a Carmen de Bizet. Incluso suenan cuando menos se lo espera uno varios compases de un pasodoble. Una locura, sí. Los cantantes-actores hacen un trabajo colosal para sacar adelante un espectáculo que tiene mucho de conceptual, de teatro del absurdo con intención burlesca y demoledora. Unos cantan mejor que otros, claro. Nora Gubisch es una Elena con personalidad y empuje, Alexandru Badea un espontáneo Paris, y Dale Duesing, un arrollador Menelao.

El público francés se dividió ante la proposición de Wernicke, aunque abundaron más los aplausos que los abucheos. Gérad Mortier, presente en la sala, se encontraba feliz por haber coproducido este espectáculo y así poderlo presentar en agosto del año 2000 en el Festival de Salzburgo. Esta versión de La bella Elena dará que hablar, evidentemente, pero las cartas jugadas están muy claras sobre la mesa. El que espere una recreación al pie de la letra de la ópera de Offenbach no se va a encontrar cómodo. El que busque una versión osada, actualizada y con dinamita teatral, puede conectar a las mil maravillas. Wernicke es un director de talento, y en general, todo lo que hace tiene su sentido.

Otra cuestión es compartir o no sus puntos de vista. Domina los espacios físicos -un interior blanco y luminoso en semicírculo en esta Bella Elena que parece sacado de un montaje tradicional de El caballero de la rosa- y transforma los significados con la aplicación sutil de las armas del lenguaje teatral. La indiferencia está desterrada en propuestas de este tipo. ¿Genialidad o desvergüenza? Quizá las dos cosas. No tienen por qué estar reñidas. El paso del tiempo aclarará en cualquier caso las dudas.

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