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La razón como valentía

LUIS DANIEL IZPIZUA Estoy convencido de que este país necesita un pase por la insolencia. Entiéndanme, me refiero con esa palabra a lo que no es sólito, a lo no habitual, a lo desacostumbrado, y no al uso de malas maneras o a la impertinencia, con las que se suelen disfrazar entre nosotros determinadas conductas más que domesticadas. En esta pañoleta verde monte que habitamos, hasta la subversión parecería de opereta si no fuera porque deja algunas víctimas por el camino, aunque bien cierto es que siempre habrá quien las minimice o se las quite de encima para convertir la tragedia en sobresalto, la convulsión en anécdota, la insurrección en folclore. Como en todos los países orgánicos, lo importante es la uniformidad, la reducción de la diversidad a una unidad que la amortigüe, que la pasteurice, que la haga merecedora de unas credenciales: que exista no como diferencia, sino como parte de un redil en el que debe mostrar su marca de rebaño. Esa es la gran tarea de la modernidad en nuestro país, y la raíz profunda de nuestra convulsión, la fuente, incluso, de nuestra identidad. Se trata de una voluntad gregaria que busca difuminar los focos de poder, de manera que parezca que no existen. Pero existen, vaya que si existen. Una muestra del escándalo que suscita la diferencia la tienen en el provocado por determinados intelectuales que se han atrevido a manifestar su opinión en voz alta. Naturalmente que sus opiniones son discutibles, y la misma actitud de esos intelectuales exige que lo sean; pero no es su naturaleza polémica la que se señala entre nosotros, sino que lo que se reprueba, más que señalar, es su propia existencia. Molestan. Y lo hacen, sobre todo, porque ponen en evidencia esa tenaz tarea devaluadora, hipócrita, que es capaz de aceptarlo todo, incluido el crimen, siempre que se someta a esa mascarada reductora que lo deje todo como está. Y esos intelectuales han sido amenazados, perseguidos; a sus argumentos sólo se les ha opuesto el insulto, la etiqueta afrentosa. Se les ha considerado incluso un poder fáctico, equiparable en su virulencia al poder intimidatorio de un ejército. Y todo, simplemente, porque se han atrevido a hablar de cosas sobre las que no se podía hablar, o de las que sólo se podía hablar de determinada manera. En definitiva, porque han violado esos tabúes que señalan hacia los predios del poder, escudo inviolable que curiosamente empuñan tanto la derecha como la izquierda radical. Mientras uno no los toque, puede dedicarse hasta a la kale borroka, que siempre hallará quien lo ampare: formará parte del folclore. Aurelio Arteta es uno de esos intelectuales que han hecho de la razón un ejercicio de valentía. La constatación es más que triste, lo sé, pero resulta inevitable en un país en el que por el simple hecho de pensar se puede ser merecedor de un trato de truhán. En vez de ser considerado justamente amigo de esa tarea, la de pensar, ha sido acusado de ser enemigo de casi todo. Y no es la inquina a nada la que lo mueve, sino una rigurosa vocación de precisar conceptos, fijar matices, salvar el pensamiento y los valores de la charca de gomina en la que se los acicala mortalmente. Nadie ha insistido tanto como él en esa tarea de desbaratar determinados empeños ecuánimes que hacían del todo es lo mismo el fundamento de nuestra miseria civil. Y lo ha hecho con envidiable precisión y elegancia, en sus libros y en sus artículos, aparecidos en diversos medios periodísticos españoles. Ahora, de la mano de la editorial Oria, aparece una recopilación de esos artículos con el título de Fe de horrores. Están entre ellos artículos fundamentales, apoyo inestimable para reforzar nuestra convicción democrática y recordarnos que el pensamiento riguroso no entiende de oportunismos, ni se presta al compadreo. Y están también, para los desmemoriados, esos testimonios irrefutables que anulan toda acusación que se le haya podido hacer de predicar una ética interesada: su denuncia de la iniquidad no discrimina colores, aunque eso no le haga caer y chapotear en la poza de lo indistinto, ni le impida definir con claridad la naturaleza de los colores ante los que se yergue. Como dice Jon Juaristi en su muy hermoso y desolado prólogo: "Los ensayos de Aurelio Arteta en este su último libro, pertenecen a nuestra historia y a la historia general de la resistencia al terror, sea éste selectivo o difuso. Merecen, por lo tanto, resistir también al tiempo".

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