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Injerencia humanitaria y reforma de la ONU

Quienes llevamos largo tiempo trabajando en la defensa de los derechos humanos en el ámbito internacional, y más concretamente en el área de los comportamientos militares, sabemos que uno de los logros más notables experimentados en los últimos tiempos en este campo no es otro que la progresiva implantación del principio de injerencia humanitaria, en detrimento de aquella vieja y siniestra coartada de la no injerencia en los asuntos internos que durante tantos años permitió a tantos represores y genocidas perpetrar sus excesos con absoluta impunidad. Como es bien sabido, la muy amplia mayoría albanokosovar existente en Kosovo venía siendo víctima desde 1998, y especialmente desde principios del presente año, de una implacable operación de limpieza étnica cuyos detalles aparecen registrados en el acta de acusación del Tribunal Internacional de La Haya contra el presidente Milosevic y otros cuatro altos dirigentes de su cúpula civil y militar. Cientos de miles de personas se han visto arrojadas, en medio de las mayores angustias y las más agudas carencias, a un exilio forzado de muy incierto final. Numerosos hombres han sido masacrados en episodios como el de Racak del pasado 15 de enero; numerosas mujeres han sido violadas; civiles albanokosovares de todas las edades han sido "atormentados, humillados y degradados", según especifica el citado Tribunal Internacional, cuyos representantes no fueron autorizados a visitar el territorio kosovar. El propio Milosevic se negó en su momento a recibir a la Alta Comisionada para los Derechos Humanos de Naciones Unidas. Tras el comienzo de la intervención militar aliada, unidades del Ejército Serbio y de la República Federal Yugoslava, en acción coordinada con fuerzas de la llamada Policía Especial, irrumpieron casa por casa, imponiendo un plazo de escasos minutos para abandonar los domicilios, comercios y haciendas; arrebatando a las víctimas sus documentos de identidad y títulos de propiedad para hacer imposible su regreso; arrancando las placas de sus vehículos; violando con frecuencia a las mujeres jóvenes, y reteniendo en su poder a los hombres en "edad militar" (entre 15 y 60 años), la mayoría de los cuales no han vuelto a ser vistos aún. Numerosas víctimas fueron enterradas en fosas comunes, igual que lo fueron en Bosnia pocos años atrás. Gran número de edificios fueron incendiados y reducidos a escombros y cenizas, en medio de episodios atroces de torturas, mutilaciones, palizas y todo tipo de vejaciones. Al finalizar el ataque aliado, entre el acuerdo de retirada y su materialización, el Ejército y la Policía serbios han tenido tiempo suficiente para hacer un amplio lavado del escenario, borrando numerosas evidencias de su actuación criminal. Con ello nunca podremos tener una completa información de lo que ocurrió. Una vez más, como en tantos otros países y escenarios, habrán de ser los testimonios de las propias víctimas supervivientes los que permitirán reconstruir los hechos anteriores y posteriores al 24 de marzo y formular las acusaciones pertinentes.

Aun así, las evidencias ya acumuladas han sido suficientes no sólo para justificar la acusación formulada por el ya citado Tribunal Internacional, sino también la exigencia de juicio a Milosevic por "crímenes contra la humanidad" expresada por Amnesty Internacional tras su recopilación publicada el pasado mayo, que muestra un detallado panorama de "diez años de tortura y malos tratos, desapariciones y homicidios en Kosovo, que desembocaron en la intervención militar de la OTAN".

Los reiterados esfuerzos diplomáticos fracasaron en su vano intento de hacer innecesaria la acción militar. Milosevic acreditó una vez más su gran capacidad de engaño y de maniobra en los foros internacionales. Mientras se celebraban las reuniones, se interrumpían y se fijaban nuevas fechas, se acentuaba la presión sobre la población albanokosovar. Por último, Rambouillet también fracasó. Nadie podrá decir -salvo con mala fe- que el conflicto pudo evitarse por medios diplomáticos, pues éstos se emplearon con profusión y tenacidad. Recordemos que también la diplomacia se esforzó en jugar su papel pacificador seis décadas atrás y fue hábilmente toreada -en aquella ocasión, por Hitler-, culminando en aquel vergonzoso Múnich de 1938, víspera inmediata del inevitable cataclismo mundial. Una vez más queda patente que, frente a determinado tipo de líderes y sus "soluciones finales", la diplomacia tiene muy poco que hacer, y el afirmar que la crisis de Kosovo pudo resolverse por vía diplomática es como decir, salvando las enormes distancias, que la diplomacia pudo y debió evitar la Segunda Guerra Mundial.

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El pasado mes de marzo, la comunidad internacional se vio abocada a un grave dilema, formulado en estos términos: o bien, intervención militar de la OTAN al margen de las Naciones Unidas -dada la certeza de que Rusia impediría con su veto una resolución favorable del Consejo de Seguridad-, o bien, permitir pasivamente que Milosevic continuara impertérrito su desalmada limpieza, vaciando Kosovo de una población forzada a optar entre el exilio o la fosa común. Ante esta indeseable disyuntiva se optó por el mal menor: la intervención al amparo del concepto de injerencia humanitaria, con todos los riesgos, inconvenientes y problemas inherentes a ella, pero evitando la ignominia de la pasividad ante unos graves crímenes que nadie deja de denunciar como tales, ni siquiera los adversarios de la intervención.

Esta decisión suscitó uno de los puntos más crudos del problema: el tema de la legalidad o ilegalidad internacional de la intervención. La actual Carta de Naciones Unidas especifica los dos únicos requisitos que, según su texto, justifican una intervención militar: o bien la defensa propia frente a una agresión, o bien una resolución del Consejo de Seguridad autorizando dicha intervención. Ninguna de estas dos circunstancias se daba en la acción emprendida por la OTAN el pasado 24 de marzo contra Serbia. Sin embargo, la decisión de intervenir era ineludible a la luz del principio de injerencia humanitaria. Obsérvese que hablamos precisamente de la decisión de intervenir para dar fin a la limpieza étnica, con toda independencia del mayor o menor acierto del enfoque táctico o estratégico de las operaciones emprendidas a tal fin. Aspecto que ya implicaría otro nivel de valoración, que escapa al propósito de nuestro análisis de hoy.

Urge la reforma de la Carta de la ONU, como mínimo -y sin perjuicio de otros perfeccionamientos- en dos puntos fundamentales. El primero sería el reconocimiento del principio de injerencia humanitaria como tercera justificación para una acción bélica internacional. Añadidura hoy necesaria, habida cuenta de la actual filosofía en materia de defensa de los derechos humanos por encima de las fronteras y los regímenes. Principio rigurosamente paralelo, con toda su complejidad, a esa jurisdicción universal que -dentro del ámbito judicial- permite hoy capturar y procesar internacionalmente a un violador de los derechos humanos como Pinochet. Por supuesto que este principio de injerencia humanitaria, al ser incorporado al ius ad bellum internacional, habrá de ser regulado y delimitado, eso sí, con todas las precauciones y condicionamientos que impidan la proliferación de este tipo de intervención militar. Pero su necesidad es evidente: la comunidad internacional ha de contar con los suficientes instrumentos legales, tanto para dar cuenta de un Milosevic por vía militar como de un Pinochet por vía judicial.

El segundo punto a reformar -y tal vez primero en importancia- sería el funcionamiento del propio Consejo de Seguridad. La presencia de cinco privilegiadas potencias con derecho de veto -alguna de las cuales puede ser parte plenamente implicada en los conflictos debatidos- constituye para la ONU un pesado lastre antidemocrático capaz de frustrar o paralizar -como en este caso- decisiones muy necesarias, urgentemente requeridas por la mayor parte de la comunidad internacional.

Recordemos que la norma camina siempre por detrás de los comportamientos. Son los comportamientos, impuestos por las circunstancias y necesidades de cada época, los que marcan el camino que después, tras ellos, será seguido por la legislación, la normativa, el desarrollo institucional. Así ocurre, una vez más, en esta ocasión: se ha actuado con un criterio -la injerencia humanitaria- aún no incluido en la Carta de las Naciones Unidas, pero que, por necesario, no tardará en llegar.

Según ha pronosticado el prestigioso Instituto Internacional de Investigación sobre la Paz de Estocolmo (SIPRI), las guerras del futuro tendrán su origen en violaciones de los derechos humanos cuyo volumen y gravedad la comunidad internacional no podrá permitir. Es decir, serán guerras cuya motivación no será otra que la injerencia humanitaria en defensa de pueblos, etnias o comunidades sometidas a insoportables grados de opresión. Pues bien: si las previsiones son ésas, está clara la necesidad de regular y establecer las vías jurídicas para situar tales intervenciones armadas en el marco de la debida legalidad internacional.

Prudencio García es consultor internacional de las Naciones Unidas e investigador del INACS.

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