Almunia
Tras los inesperados resultados obtenidos tanto en las recientes elecciones del 13-J como en el debate del estado de la nación, los socialistas han vuelto a recuperar una buena parte de su moral perdida. Por un lado, aquellos comicios les volvieron a premiar con una derrota tan dulce que su inveterada (por generacional) falta de realismo (Pérez-Díaz dixit) les ha llevado a interpretarla como sutil promesa de victoria próxima. Además, la derrota de IU les ha permitido tomar la iniciativa por doquier, por lo que han dejado de sentirse apestados al ver cómo se les llama para pactar, recuperando su capacidad de hacer política. Y por si esto fuera poco, el excelente papel desempeñado por Almunia en su duelo contra Aznar les ha hecho creer que la espinosa cuestión del liderazgo ya la tienen medio resuelta, por lo que podrían dejar de considerarla como su gran problema. De ahí que estén encantados, viéndose ya como nuevos Lázaros que resucitan. Sin embargo, harían bien en considerar su situación con mayor ecuanimidad, comprendiendo que su euforia actual no es más que una compensación reactiva ante el incumplimiento de sus negras expectativas de derrota. En efecto, como todo el mundo daba por vencedor al PP, la participación electoral disminuyó tanto que a punto estuvo el PSOE de empatar. Y algo parecido sucedió con el debate del estado de la nación, pues dados los dos precedentes anteriores, se esperaba que Almunia sufriría un revolcón todavía peor que el propinado a Borrell (ya que éste venció en las primarias a aquél). Pero la lógica lineal falló, pues como Almunia ya no tenía nada que perder al estar de antemano vencido sobre el papel, logró sobreponerse contra pronóstico, triunfando frente a Aznar allí donde Borrell se hundió abrumado por el peso de la responsabilidad. De ahí que ahora, por un efecto de perspectiva comparada, se magnifique la figura de Almunia.
Pero advertir contra los sesgos interpretativos que introducen las expectativas previamente abrigadas, según sea que se confirmen o desmientan, no debe hacernos caer en el defecto contrario, menospreciando los indudables méritos que, por derecho propio, demostró Almunia con su intervención en el debate del estado de la nación. Dejando de lado los matices estilísticos de dureza, eficacia o solidez que definen su imagen (por otra parte semejantes a los de Aznar, dada su común falta de ingenio, simpatía o brillantez), quiero señalar los contenidos sustantivos que más destacables me parecen, empezando por su línea discursiva, basada en el contraste retórico con el 13-J. En efecto, si Alumnia comenzó aludiendo al error cometido por Aznar, al retrasar el debate hasta después de las elecciones, fue para poder construir toda su argumentación sobre las razones políticas que explican el hecho de que Aznar, pese a contar con todos los elementos a favor (coyuntura macroeconómica y medios de información, en especial), sin embargo haya perdido esas elecciones, entendiendo perderlas en el sentido de no haber logrado cobrar ventaja suficiente como para aproximarse a la mayoría absoluta. Y las razones políticas que adujo (desprecio del Parlamento, elusión de responsabilidades, liberalización oligopólica, privatización patrimonial, soborno mediático, clientelismo rampante), me parecieron certeras, convincentes y precisas.
Pero no menos interesante fue su autodefinición ideológica, formulada al hilo de sus críticas macroeconómicas. Se ha dicho que habló en socialdemócrata, y así lo presumió Aznar, cuando le reprochaba recurrir a fórmulas trasnochadas. Sin embargo, su socialdemocracia se acercó mucho más al social-liberalismo (inventado por González y proseguido por la tercera vía de Blair) que al jacobinismo estatalista de Jospin, Lafontaine o Borrell. La prueba está en que dio por buenas tanto las privatizaciones liberalizadoras como hasta la propia reforma fiscal, limitándose tan sólo a discutir la injusta forma de su desigual impacto sobre la estructura social. Y con semejante toma de postura vino a demostrar no sólo su olfato sino además su valentía política.
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