La señora del caramelo
Ocurrió en Nueva York, y todos lo leímos en la prensa: Kurt Masur, que estaba dirigiendo a la Filarmónica en la Quinta sinfonía de Shostakóvich, abandonó en mitad del tercer movimiento el escenario, en protesta silenciosa por el alto nivel de lo que él mismo llamó después "toses descontroladas". Un aplauso de la parte sana del público aprobó su gesto, aunque Masur volvió al podio, amainando el temporal en las gargantas, y pudo concluir bonanciblemente el concierto. Pocas semanas antes de este acontecimiento, que tiene pocos precedentes (aunque se cuenta que Brendel, tocando una sonata de Beethoven, levantó las manos del teclado para ponerse a taladrar con la mirada a un bronquítico descosido de la primera fila), leí en el suplemento literario del Times londinense un precioso relato del novelista inglés Julian Barnes titulado Vigilance. Es un cuento largo, y no puedo aspirar más que a resumir las ingeniosas vueltas de su argumento, en el que un melómano desesperado por las diversas molestias de sus vecinos de concierto (en la ficción es Haitink quien dirige, y la música, Mozart y, casualmente, Shostakóvich, en este caso la Cuarta) recurre a la violencia. El narrador le va contando a su compañero de piso que, fracasado en su campaña de regalar caramelos contra la tos desprovistos ya de celofán (los sufrientes lo rechazaban por higiene), y consciente de la dificultad de señalar con focos instalados en el techo a los reincidentes de la tos o con pequeñas descargas en la butaca a las señoras que abren el bolso en el momento supremo del aria, se sintió tan desesperado que primero le clavó un dedo en la espalda al charlatán de delante y terminó empujando por las escaleras, a la salida del Festival Hall, al hombre que no había parado de charlar, hojear el programa y pasarle el brazo por los hombros a su acompañante mientras sonaba la sinfonía.
Lo curioso es que la música, y la ópera en particular, aún imponen un aura de respeto y circunspección a su público que el teatro, y desde luego el cine, han perdido irremisiblemente. En los conciertos del Auditorio de Madrid no he oído hasta ahora el timbrazo del móvil ni avisos de los relojes despertador, leitmotiv que en los últimos meses acompañaron funciones de estreno de Goldoni, Max Aub y Lorca a las que asistía. Tampoco dejan pasar al Teatro Real conos de palomitas y latas de bebidas carbónicas, aunque el lento despojo de las capas que envuelven una chocolatina se convirtió para mí en un exasperante Bolero de Ravel durante la bonita Bohème del pasado diciembre (el goloso se comió ocho, dos por acto). Dicen los que siguen la sociología que todo esto se debe al inconsciente mimetismo del hecho de ver cine y todo tipo de programas más o menos culturales ante el televisor, que admite (o casi exige) comer cosas crujientes, tontear con tu pareja, el ladrido del perro familiar, llantinas infantiles, llamar, si uno se aburre, a alguien de otra provincia.
Me quejé una vez de estos incordios a un amigo que ha estudiado la historia del teatro y se me puso a reír en la cara. Los públicos de hoy, decía, son muy dóciles y silenciosos comparados con los de los corrales de comedias o el Globo isabelino, que no paraban. Por no hablar de la ópera decimonónica en París o Milán; hasta una revolución podía fraguarse en lo que dura un dúo de Verdi. No hay que ser tan mayor, ni tan estudioso. Yo mismo he asistido a pateos históricos, y una vez nos manifestamos contra Franco en el interior de un cine mientras la película seguía proyectándose. Había pasión, y la movida de pies o los aplausos y gritos desaforados marcaban el índice de implicación del espectador en lo que veía.
Hoy también hay mucho movimiento de extremidades en las salas de cine y teatro. Taconeos de impaciencia, no pateo; dulces entre los labios, no silbatos. ¿Será que el arte se ha hecho cordial y digestivo, lenitivo, y los públicos, desacostumbrados al sobresalto, sólo se alzan para ir a comprar, en el descanso, otra bolsa de chucherías?
Babelia
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