El laberinto del cambio JOSEP RAMONEDA
Según informa la prensa, los dirigentes de CiU y del PP, en vista de los malos resultados obtenidos en las elecciones municipales catalanas, tuvieron una genial ocurrencia: Francisco Álvarez Cascos, Luis de Grandes, Xavier Trias y López de Lerma se reunieron en Madrid para pactar la escenificación de sus desencuentros de aquí a las elecciones autonómicas. Mal indicio. Tengo la impresión de que no se han enterado muy bien de qué les ha pasado ni de por dónde va la política en los tiempos posideológicos. Si algo no tiene premio actualmente es el doble juego que tanto fascina a algunos políticos. Convergència ha pagado más caro decir unas cosas en Barcelona y votar lo contrario en Madrid que el pacto de legislatura con el PP en sí mismo. Cuando la política se confunde con representar una comedia en la escena pública, tarde o temprano se acaba notando. Y el elector siente hastío y desconfianza. Las ideologías políticas ya no son lo que eran. No tienen la capacidad de encuadre y movilización de otros momentos y encuentran dificultades para su actualización en el lenguaje y en las propuestas. Pero su estela sigue arrastrando y todavía es determinante para un grupo mayoritario de los electores que, elección tras elección, son fieles a unas siglas. Hay gente de derechas que nunca votará a la izquierda y viceversa, como hay gente nacionalista que nunca votará a un partido no nacionalista o de otra religión nacional. Esta herencia de los tiempos de la pasión política se traduce en el comportamiento sumamente conservador del electorado español. Se producen muy pocos trasvases de un margen a otro de la escena política: los bloques de derechas y de izquierdas permanecen globalmente bastante inalterables. Pero aunque la mayoría de los electores tiendan a repetir, hay un bloque de ciudadanos infieles, que votan en función de cada circunstancia y que son, finalmente, los que deciden los resultados de las elecciones. Un bloque que es presumible que tienda a crecer porque expresa una forma posible de respuesta e intervención en la sociedad pospolítica. El desdibujamiento de las ideologías, que operan sobre el ciudadano más como un eco de creencias pasadas que como un factor activo, deja a la política sin coartada. El elector se vuelve exigente, es decir, crítico, y reacciona ante los síntomas de abusos de poder. Se acabó, para esta franja decisiva del electorado, aquella frase que antaño oímos a menudo: "Este Gobierno es una mierda, pero es el nuestro". Si es una mierda hay que cambiarlo. Esta franja del electorado no perdona la comedia. Mal lo tiene Convergència si piensa que pactando las desavenencias con el PP podrá engañar al electorado desencantado que le ha empezado a abandonar. Es posible, por lo menos en términos de pragmatismo político, que en 1996 Convergència no tuviera otra opción que pactar con el PP. Pero lo ha pagado caro, porque ha deformado su perfil. Miquel Roca lo vio y quizás por esto empezó a tomar distancias. La alianza con el PSOE fue muy positiva para CiU porque le permitía abarcar mucho terreno. A su especificidad nacionalista añadía un prejuicio favorable del centro izquierda, que la alianza con los socialistas reforzaba, y un reconocimiento de utilidad por sectores de la derecha que le veían como el corrector liberal de las políticas gubernamentales. Al tener que cambiar de alianza, sin darse cuenta ha ido quedando asociada a la derecha. Con lo cual ha producido en su propio seno efectos centrífugos, entre sensibilidades muy nacionalistas a las que ofende la derecha española y sensibilidades socialdemócratas que se quedan sin coartada. El cambio además pilló a CiU cuando ya iniciaba su declive, con lo cual los efectos han sido más sensibles. En política se tiende a operar con un solo criterio: las cuotas de poder. Este cálculo, a veces, es pan para hoy y hambre para mañana. Los partidos bisagra tienen en teoría una posición ideal: siempre ganan. Pero el baile de aliados, hoy la izquierda, mañana la derecha, les acaba desacreditando. La cualidad de partido bisagra es más importante en potencia que en acto, mientras que la alianza en una sola dirección funciona, como realidad y como fuerza de futuro. Cuando llega el momento de cambiar de alianza, el mensaje del partido bisagra empieza a hacerse confuso. Y esto le está ocurriendo a CiU: ya no se sabe exactamente dónde está. A los mejores políticos les resulta difícil comprender que el pragmatismo tiene un límite: el momento en que se convierte en puro idealismo. Lo pragmático se hace fin en sí mismo. Y la gente se pierde. Desde el punto de vista del pragmatismo político, probablemente el pacto con el PP en el 96 era inevitable. Y sin embargo, no se quiso pensar en aquel momento en la factura. La tienen ahora sobre la mesa. Y en una circunstancia sumamente delicada porque ni cabe la comedia, que el electorado rechazaría; ni cabe la dramatización, que resultaría ridícula; ni cabe el enfrentamiento porque las posibilidades de Pujol de volver a gobernar pasan por una alianza con el PP. Lo más relevante de la reacción de Convergència a sus malos resultados es que sigue razonando en términos de la política de los ochenta. Las cosas han cambiado mucho. Y detrás de la aparente indiferencia se esconde una nueva exigencia ética de la ciudadanía. Convergència está muy manoseada por tanta politiquería, por tanta ambigüedad y tanto doble lenguaje. La salida del laberinto del cambio no puede ser un juego de máscaras.
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