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Michael Ignatieff, discípulo de Isaiah Berlin, publica la biografía del gran teórico liberal

Jon Juaristi anima a la lectura del libro y recomienda también el ensayo "El honor del guerrero"

Tiene 51 años, pero aparenta bastantes menos. Nació en Toronto, pero vive en Europa, y estudió en Harvard, París y Oxford. Allí conoció a su maestro, el gran pensador humanista, liberal y contradictorio Isaiah Berlin. Ahora, Michael Ignatieff, gran firma de The New Yorker y de The New York Review of Books, y autor polifacético (ensayos casi periodísticos, crónicas casi académicas, novelas, guiones de cine, obras de teatro...), desembarca en España con dos libros a la vez: la biografía de Berlin y el ensayo sobre nacionalismos étnicos El honor del guerrero (Taurus).

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"Toda predicción general es inútil"

Los dos libros que abren la carrera editorial española del muy prolífico e inquieto Michael Ignatieff fueron presentados ayer por Jon Juaristi, experto en alisar los recurrentes bucles del nacionalismo vasco, en la Residencia de Estudiantes de Madrid, donde por la tarde el escritor canadiense pronunció una conferencia sobre el conflicto de Kosovo. Juaristi recomendó vivamente la lectura de ambas obras, sobre todo la de la biografía Isaiah Berlin, su vida. "No sólo es una de las mejores, sino una de las más ricas, conmovedoras y apasionantes visiones del siglo XX que he leído", dijo.

El profesor vasco destacó que el libro describe de una forma lúcida, triste y crítica, "pero esperanzada", a Berlin, un personaje periférico y alejado de los centros principales de las ideas del siglo. "Isaiah Berlin fue un erizo de la zorridad", explicó Juaristi, en referencia al título Zorros y erizos, libro con prólogo de Mario Vargas Llosa en el que el judío disidente nacido en Riga en 1909 dividía a los intelectuales en esas dos categorías.

"Él fue un erizo versátil, errático, contradictorio y multifacético, como un zorro. Y un zorro empeñado, como los erizos, en una sola idea: no tener una sola idea del mundo y comprender a sus enemigos, ya fueran contrailustrados o revolucionarios", dijo Juaristi, y la brillantez de la frase no inmutó siquiera a un Ignatieff que a su claridad como comunicador (ha trabajado mucho en la tele) suma una actitud intelectual llena de ironía, a veces cercana, como algunos de sus análisis políticos, al sarcasmo puro, y otras, al pragmatismo más cínico y menos sentimental que uno pueda imaginarse. ("Por eso mismo triunfará en España", pronosticó después Juaristi a media voz).

Lo que Ignatieff hizo luego ante las preguntas de un pequeño grupo de periodistas se pareció mucho a un dictado: las frases salían de su boca como escritas (una virtud berliniana: se subraya en la biografía), no miraba a ningún sitio en especial, sólo le faltaba decir dónde poner las comas y dejaba que la traductora interviniera cada seis palabras.

"El libro gordo"

Tal vez recordando la vulgaridad que a veces rezuma la escritura de su amigo Salman Rushdie (cuyos elogios a la prosa amena, directa y apasionada de Ignatieff decoran la contraportada de El honor del guerrero), el profesor de Harvard habló a calzón quitado, como sólo un liberal de sangre liberal puede hacerlo. Y, tras agradecer al orondo Juaristi que hablara del "libro gordo" y recordar que él estaba más delgado, pasó a hablar del "libro delgado". Con algo más de fineza, primero dijo que era en Kosovo, y no en Madrid, donde habría deseado estar ayer. Y lo explicó: "Ése es mi dilema, soy un zorro, y ahora quisiera estar en Pristina y salir a por mi presa. No es que yo sea un periodista, porque a los periodistas les disgusto por demasiado pretencioso. Y tampoco debo ser un escritor muy académico", aclaró, "porque a los profesores les parezco poco serio y riguroso. Pero, seguramente, ése es el camino hacia la esencia del liberalismo: escribir un libro sobre un filósofo muy liberal, otro que reflexiona in situ sobre los nacionalismos étnicos (el pensamiento más opuesto al liberal), y dejar que los otros se preocupen sobre si todo ello tiene algo de sentido y consistencia".

Entre bromas y veras, Ignatieff justificó su análisis sobre los nacionalismos en una exageración del espíritu berliniano: "comprender al enemigo"; en este caso, al enemigo menos amistoso de todos los posibles. Explicó que el título, irónico, se hace esta pregunta: ¿por qué si esos guerreros luchan por un fin honroso y digno (el honor de la patria) ponen luego tan poco honor en la lucha?

Su justicia

Habló de la necesidad de que pase un poco de tiempo (cinco años) para que Serbia elija no ser una sociedad enferma y se atreva a afrontar "las verdades" y a hacer justicia, su justicia, en casa: "Porque así no podrán decir que ha ganado la justicia de los vencedores, y podrán empezar la transición a la democracia, que es la primera condición para la paz en los Balcanes". En ese mismo sentido, Ignatieff expresó su deseo de que Gran Bretaña, España y Chile lleguen a un acuerdo para que un tribunal internacional juzgue a Pinochet en Chile: "Son los chilenos los que deben oír su testimonio. Si hablara aquí pensarían que eso sigue siendo la justicia de los vencedores".

En cuanto a las motivaciones últimas del terror o la limpieza étnica, Ignatieff dejó claro que no nacen de una explosión primitiva de odio, sino de unas consignas políticas de los militares: "El terror se utiliza para alcanzar objetivos políticos, y el día que esa política cambie se acabará el terror". Para concluir, al ser preguntado sobre la presunta democracia en Serbia se caló el sombrero de Isaiah Berlin: "Él hubiera preguntado cuáles son las condiciones para crearla en un país de pasado comunista, pobre y sin sociedad civil. Su respuesta habría sido: "Cuando haya prosperidad y cuando la sociedad civil sea independiente de la política".

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