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Asesinos encantadores

Cada vez que leo la noticia de algún crimen espeluznante y avanzo por ella, llego siempre a un punto que bien podríamos denominar "declaraciones de los vecinos de la víctima". La constante de esas declaraciones, la coincidencia casi general, es la sorpresa que se llevan todos al ser informados de la atrocidad que el sujeto ha cometido. Lo último que se les habría ocurrido pensar a todos estos vecinos es que el agresor fuera un asesino. Es más, suelen describirlo como un sujeto encantador, correcto, que siempre daba los buenos días y acariciaba la coronilla de los niños al pasar, que jamás tenía una palabra desagradable o un mal gesto... No voy a entrar en la emocionante polémica de si los asesinos han de tener o no cara de asesinos para poder oficiar como tales. Eso me recuerda los tebeos de los años sesenta, en los que "los amigos de lo ajeno" iban disfrazados de cacos siempre que entraban en una casa a robar, con su antifaz y con el pelo recogido bajo una especie de pañoleta negra anudada en el cogote. Es evidente que nadie se espera que su vecino llegue al extremo de matar, pero es imposible que ni la más mínima sospecha de esa vida difícil que ha acabado en tragedia haya anidado en sus mentes. De manera que o mienten o debemos concluir que el oído que la tradicional hipocresía española ha tendido hacia la vida ajena se ha perdido para siempre con el cambio social de la democracia. La conclusión que extraigo de ello es que la gente está acostumbrada a mirar, pero no está acostumbrada a ver.

Por eso es por lo que este comportamiento me recuerda -y así lo traigo a colación- un problema literario como es el de la diferencia entre mirar y ver.

Si aceptamos que mirar es tender la mirada y ver es seleccionar y aprehender lo visto, convendremos enseguida que la distancia entre mirar y ver es considerable y que bien puede decirse que hay mucha gente que mira y no ve. En este punto entra la idea del escritor como alguien que, en todo caso, ve; y no solamente ve sino que suele ver lo que los demás no ven. Esa capacidad de ver lo distinto le caracteriza como escritor. Evidentemente, no es la única característica, pero sí que es sustancial. ¿Qué se extrae de aquí?; pues que si un narrador propone al lector ver lo distinto, le está exigiendo que ponga su atención en algo distinto dentro de lo que habitualmente concibe como la vida, el mundo o lo que ustedes prefieran. Para poner atención en algo distinto basta con tener curiosidad y, como lector, una imaginación acostumbrada a trabajar en mayor o menor medida.

La pregunta que sigue es: ¿Alguien quiere ver lo distinto?

Si yo tuviera que guiarme por muchas de las novelas que más llaman la atención, la primera conclusión a la que llego es que a la gente lo que más le gusta es reconocerse en lo que lee; no me refiero a encontrar aspectos desconocidos, ocultos o simplemente sorprendentes de sí mismo sino justo lo contrario, a reconocer lo que ya sabe de sí. Lo que se propone en este tipo de novelas al lector es, en el mejor de los casos, una sublimación de sí mismo, algo así como una fotografía retocada. Y lo defino como fotografía y no como deseo, porque el deseo depende de la imaginación -por modesto que sea- mientras que la fotografía a la que me refiero es un trabajo de estudio con atrezzo, un arreglo.

En otras palabras: creo que padecemos una avalancha de protagonismo en el que el conocimiento no tiene lugar. Cualquiera diría que la gente no quiere leer, es decir, saber, sino que sólo desea ser reconocida, elevada a la categoría de personaje sin poner nada de su parte que no sea el estipendio por acceder a tal situación. Uno compra un libro, se reconoce en él tal cual es y da por bien empleado su dinero.

Pasemos al otro lado. El autor, que ha comprendido lo que el lector desea, se apresura a ofrecerle eso que desea. Entendámonos bien: no se trata de entretener al lector -oficio nada fácil- sino de halagarle. Ha comprendido que el lector no desea ver sino mirar, mirarse, y fabrica el libro-espejo en el que se puede mirar tal cual es y sentirse halagado pensando que, siendo como es, es tan interesante como para identificarse con el protagonista de una novela ¡nada menos! El papel de la imaginación queda reducido a cero. Usted paga por mirarse y sentirse estupendo; usted sabe que es un personaje de novela y eso le gratifica; incluso aunque la novela acabe mal. Por fin el dinero invertido en un libro tiene su recompensa. Y entonces, como los vecinos de la víctima, encuentran al autor encantador, perspicaz (ha sabido reproducir su vida, nada menos, y elevarla a la categoría de arte) y muy romántico. Les ha permitido entender el sentido de su vida, les ha permitido confortarse al descubrir que su existencia es trascendente. Y, como los vecinos de la víctima, no verá nunca en ese autor ni en sus obras a alguien que está asesinando su imaginación. Es más, si alguien les dice esto un día, se llevarán la gran sorpresa: -Hay que ver, con lo encantador que parecía, la verdad es que me cuesta creerlo. ¿Y dice usted que ha matado la imaginación de miles de personas? Parecía tan formal, tan serio...

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