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Tribuna:LA CRÓNICA
Tribuna
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"A rivederci", pollo SERGI PÀMIES

El pollo está siendo víctima de una sucia campaña de desprestigio. Nacido de un huevo, no puede defenderse cuando se le acusa de haber sido cebado con piensos tóxicos, ni desmentir a los que quieren reducir el consumo planetario de su carne. Hace unos días, a un importador llamado Antonio Pàmies le requisaron 5.000 pollos de origen belga. El señor Pàmies no tiene nada que ver conmigo, que conste, pero me hizo recordar los tiempos en los que mi hermano Antonio y yo pasábamos por delante de la charcutería del barrio sólo para poder oler los pollos a l"ast expuestos a la concurrencia. Por aquel entonces el pollo todavía no era un manjar popular y de coste asequible. A veces, los domingos, uno podía permitirse el lujo de ver cocinar un pollo en una enorme cazuela que sustituía las grasientas astas de los expositores callejeros. Desde entonces, el pollo no ha dejado de fascinarme. Hubo un tiempo en el que los restaurantes lo incluían en su carta como plato importante. Ahora, en cambio, cuesta encontrar pollo que no sepa a conejo. En el ejército, cuando llovía a mares sobre la inútil infantería y el tedio embarraba el paso del tiempo, uno podía zamparse un pollo entero en el Hogar del Soldado y regarlo con calimocho a la espera de que la mezcla surtiera efecto. ¿Y los domingos? ¿Qué serían los domingos sin esas horas en las que, vestidos con chándal y arrastrando toneladas de periódicos, tenemos que decidir qué pollo compramos? ¿El pollo al cava de Les Gourmets, el perfumado de Baixas, el más tierno de la plaza de Adrià o el que, por pura pereza, se pide por teléfono a la empresa Pollo con Guantes? El domingo pasado, en solidaridad con los pollos maltratados, me personé en el viejo Piolindo de la calle de Marià Cubí. ¡La de pollos que me habré comido aquí! Con orgullo, comprobé que los propietarios del local no se daban por vencidos. En las paredes, algunos carteles ponían los puntos sobre las íes: "Garantiza que el pollo de este establecimiento con marchamo de garantía... es de origen nacional y los servicios veterinarios oficiales garantizan su origen y calidad sanitaria". Satisfecho, hice mi pedido, pagué y esperé a que, desde la destartalada barra, mi pollo fuera troceado a tijeretazo limpio, envuelto y entregado en una bolsa con la que pude regresar a casa dejando un rastro de apreciable valor olfativo. No fue, lo confieso, una experiencia sublime. La democratización del pollo ha hecho que lo comamos más a menudo y eso limita la posibilidad de extasiarnos que tanto nos marcó de niños (en cada pollo dominguero busco el recuerdo de aquellos otros pollos). Quizá por eso, porque la experiencia no fue todo lo buena que yo deseaba, esperé a que llegara la noche para dirigirme a uno de los locales de la cadena Kentucky Fried Chicken. Allí, como siempre, me asaltó la duda. ¿Original o Cruji? ¿Tres piezas o Tower Sandwich? Finalmente, opté por un clásico Dos Piezas (fórmula original) con patatas que regué con una mezcla de Sprite y cubitos plastificados. Mmmmm. No noté las toxinas y, en algunos momentos, ni siquiera noté el pollo. Estaba demasiado ocupado recordando la primera vez que entré en uno de esos locales (frente al cine Aribau) y descubrí la suma de dos vicios perfectamente compatibles: el rebozado y el pollo. A base de repetir, sin embargo, uno acaba acostumbrándose incluso a lo bueno, pero no debe olvidar el placer ya vivido ni tolerar que cuatro eurócratas quisquillosos vengan a aguarnos la fiesta. ¿Que el pollo está envenenado? ¿Acaso no lo está todo? También se dijo que si uno comía mucho pollo le crecían los pechos. ¡Pues que crezcan! (puedo confirmar que es cierto: yo tengo unos pechos de miedo). Para tranquilizarme, a la mañana siguiente acudí a mi pollería de cabecera, en la que tres veces por semana suelo comprar pechugas y salchichas (de pollo, of course). Con afán provocador, le pregunté a la pollera: "¿Qué pasa con el pollo, mestressa?". La pollera le arrancó brutalmente el pescuezo al ejemplar que tenía entre manos (futura carne de caldo) y me respondió que no pasaba nada, que sus pollos eran de fiar. Tras un emotivo intercambio de elogios hacia la vilipendiada ave, criticamos a los que intentan enriquecerse a su costa y la pollera me dijo: "Si yo compro el pollo al doble de lo que lo venden algunos supermercados, ¿esto cómo se come?". Regresé a casa calculando mentalmente cuántos pollos habré comprado en algún supermercado y me salieron muchos, incluso dos (envasados al vacío, forrados con un plástico grasiento) que adquirí en una gran superficie en el transcurso de un viaje por tierras de... Bélgica. No sé si habían sido engordados con piensos tóxicos ni si perjudicarán mi resistencia a los antibióticos. Sólo recuerdo que, como casi todos, me supieron a gloria.

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