Un enredo de todos los demonios
Difícil y abrumadora se presenta estos días la tarea de dar con los huesos del pintor Velázquez en la plaza de Ramales y más cuando se acomete con las urgencias de una campaña electoral en la que su comparecencia de córpore in sepulto sería de gran ayuda, como indiscutible logro de tanto afán excavatorio. Difícil, abrumadora y caprichosa si se confirma la hipótesis de que el peregrino don Diego pudiera estar mientras tanto gozando de un merecido reposo en el discretísimo y casi clandestino convento de San Plácido, para cuya sacristía pintó su celebérrimo Cristo, sufragado por su majestad Felipe IV, como expiación por "los pecados del rey", especialmente por los cometidos en las dependencias anejas del convento como presunto acosador de novicias, salteador de celdas y profanador de unos claustros por los que ya había correteado el diablo, un diablo rijoso que se aposentó muy pronto en el convento de la calle del Pez y encarnado en confesor tomó posesión de 26 de las 30 monjas aposentadas en el establecimiento, dando origen a un prolijo, embarullado y manipulado proceso de la Inquisición. El rey pasmado y priápico quiso sellar aquella endemoniada historia regalando a las monjas el Cristo velazqueño y un endiablado reloj para su torre que tocaba a muerto cada 15 minutos. Los sucesos del convento de San Plácido desaparecieron de los libros de historia sumergidos entre una floración de leyendas negras, más fúnebres que lúbricas, que oscurecían los tramos más sórdidos para resaltar los supuestos valores edificantes y piadosos. El conde duque de Olivares fue el factótum de una tupida y criminal red de intrigas que entorpeció el proceso inquisitorial hasta diluir cualquier complicidad de su majestad en el caso de las monjas endemoniadas y de sus "satánicas" actividades nocturnas. El rey o su valido llegaron a ordenar el secuestro a perpetuidad del legado real encargado de llevar los papeles del proceso al Vaticano. Las relaciones entre la católica Monarquía española y el papado estuvieron a punto de romperse y un poderoso inquisidor, demasiado celoso de su oficio, fue obligado a retirarse por motivos de salud. Pero la leyenda que se hizo popular, en mentideros y gacetas, resumía la trama en una sola escena, ejemplar y emblemática: cuando su majestad huyó en la noche despavorido del convento tras encontrar a su presunta presa en su celda tendida sobre un catafalco, con los ojos cerrados y los brazos cruzados sobre el pecho, alumbrada por cuatro cirios, una trampa escenográfica ideada por la ingeniosa abadesa para preservar la virtud de su novicia, casta en extinción en aquella casa. Desde entonces el convento de San Plácido ha llevado una existencia ejemplar, discreta y piadosa hasta el punto de que podía haber sido un placidísimo lugar de eterno descanso para don Diego.
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