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52º FESTIVAL DE CANNES

Icíar Bollaín presenta fuera de concurso una película llena de emoción y verdad

Concursan dos largos y sólidos filmes del chino Chen Kaige y del chileno Raúl Ruiz

ENVIADO ESPECIALEl tiempo reencontrado es un desencuentro del chileno-francés Raúl Ruiz con Marcel Proust, y El emperador y el asesino, un vasto fresco histórico de Chen Kaige sobre las remotas guerras de unificación de los feudos de la vieja China. Vista una tras otra, son casi seis horas de paliza cinematográfica, lo que explica la escasa energía de los casi unánimes aplausos que provocaron en un público extenuado. La fiesta del cine estuvo ayer otra vez en el rincón español, donde Icíar Bollaín presentó Flores de otro mundo, su segundo largometraje, cuya verdad emociona.

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El cine español sigue de enhorabuena. En primer lugar, ayer afloró la resaca del entusiasmo que despertó el sábado Todo sobre mi madre en algunas encendidas crónicas de los enviados de la prensa francesa y de otros países y en las calificaciones que la crítica internacional ha hecho de la película, situándola muy por encima de todas las hasta ahora proyectadas. Y en segundo lugar, en el rincón cinéfilo de la Semana de la Crítica, una sección paralela muy prestigiosa, Flores de otro mundo, segundo largometraje dirigido por Icíar Bollaín, consiguió no sólo convencer, sino conmover.Es una película ágil, sencilla, diáfana, que cierra y da consistencia a todo lo que en la magnífica Hola, ¿estás sola? se encontraba abierto y en estado de promesa necesitada de una confirmación que ya ha llegado. La joven actriz y directora construye un relato directo, de fortísima inmediatez, sobre los emparejamientos entre tres hombres de un pueblecito castellano y tres mujeres (una dominicana, una cubana y una vasca) que se embarcan en uno de esos curiosos viajes de solteras, divorciadas o viudas en busca de marido. El trenzado de los seis hilos de amistad, amor y desamor es libre y primoroso, a falta de que se pulan dos o tres ligeras arritmias y subrayados fácilmente subsanables. Hay en la transparente mirada de Bollaín el vigor y la distinción de un estilo al mismo tiempo recio y delicado, de esa infrecuente especie que borra de la pantalla cualquier rastro de artificio y conduce al espectador a ver como si fueran suyas, como si las respirase de su memoria, las evidencias, y a descubrir bajo ellas otra película no evidente, sino subterránea, cargada no ya de realidad primaria, sino de ese estadio superior de realidad donde se destila gota a gota lo que solemos llamar verdad.

En ningún festival importante de los últimos años falta una película de Irán. Los cuentos de Kish reúne tres cortometrajes de algo más de veinte minutos, lo que conduce a un largometraje de 70. Es una obrita minimalista a la que perjudica su pie forzado de estar íntegramente dedicada a la isla de Kish, casi despoblada y situada cerca de la costa iraní del golfo Pérsico. Los rasgos del realismo documental de la escuela de Teherán vuelven a aparecer aquí, pero sin traer nada que no hayamos visto en otras películas iraníes de mayor calado y riesgo. Ésta se ve bien, pero se desdibuja una vez vista.

La que, en cambio, deposita en la memoria imágenes inolvidables es El emperador y el asesino, donde los célebres Chen Kaige y Gong Li vuelven a hipnotizarnos con su talento y su amor a la dificultad. Narra, en duras y a veces exquisitas secuencias que combinan el estremecimiento del poema trágico con grandes vuelos plásticos en las escenas de masas, el nacimiento de China como nación, tres siglos antes de Cristo y después de medio milenio de guerras civiles entre los feudos que dieron origen al Primer Imperio. Obra poderosa, a El emperador y el asesino le sobran complicidades para un occidental desconocedor de las raíces milenarias de China. Hay sucesos que no se entienden bien junto a otros que son muy claros, lo que desequilibra la necesidad del espectador de agarrarse a un hilo de continuidad en la fascinante averiguación histórica.

El hilo de continuidad sí existe, en cambio, en El tiempo reencontrado, donde Raúl Ruiz convoca, en forma de rememoraciones de Marcel Proust en su agonía, pasajes esenciales de En busca del tiempo perdido. Es un trabajo sólido. Ruiz no incordia esta vez con su tosco prurito de vanguardista y se atiene a las reglas clásicas, lo que da lugar a una película bien organizada, pero en la que Proust es el último mono del circo. Filma sucesos y ámbitos, pero la vieja pregunta de cómo imprimir en celuloide la deslizante espesura de la prosa de Proust vuelve a quedar sin respuesta. Tal vez porque no la tiene.

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