Nikita Mijalkov inaugura el escaparate con un filme vacío, embarullado y cavernícola
La selección de películas y de jurados indica un giro hacia el marginalismo de lujo
ENVIADO ESPECIALLa película inaugural, El barbero de Siberia, es el primer indicio, y hay otros, del giro político de los dirigentes de Cannes hacia la adopción del marginalismo de lujo, una de las plagas que sufre el cine actual. El ruso Nikita Mijalkov, que hasta ahora se ha movido con soltura en la pequeña producción, entra a saco en un gran presupuesto y le ha salido una enorme empanada, un cólico anticinematográfico de tres horas, del que cabe decir que sobran dos como poco. Se trata de una antigualla torpe, hueca, confusa y envilecida por un obsceno reaccionarismo. Pura caverna.
Con algo de dinero propio y la plena confianza de varios centros de financiación occidentales, que han puesto en sus manos casi un cheque en blanco, Nikita Mijalkov escribió la historia, supervisó el guión, produjo, dirigió e interpretó al zar Alejandro III en El barbero de Siberia. Como se ve, estamos ante un cineasta total, a lo Chaplin. Como además es seguro que también ha intervenido decisivamente en las músicas, el vestuario, la fotografía, los grandiosos decorados naturales y el reparto, hay sobradas razones para decir que el maestro se ha vaciado en las tres insufribles horas que dura El barbero de Siberia.El vacío llena estas tres horas. Dentro de la oquedad, sólo en dos escenas -la petición por un general ruso zarista a Richard Harris de la mano de su hija Julia Ormond y la escena de cama entre ésta y el cadete Tolstói- hay rastros de la herencia literaria de Antón Chéjov, que Mijalkov reivindica como suya y que usó con mesura y acierto en algunas de sus obras pequeñas y menos pequeñas, como Ojos negros. Pero el humor amargo de Chéjov no entra ni con embudo dentro del fresco histórico y novelesco, soso y dulzón, en que Mijalkov lo ha introducido, y ambos brillos de la película disuenan cuando ocurren y luego se pierden en la enorme grisura que los rodea, como esa (entre muchas) penosa escena del baile sobre un parqué resbaladizo, un gag que da para un minuto de gracia que el maestro alarga a 10 minutos de desgracia.
Canto al zarismo
Mijalkov, un magnífico actor, tenía previsto interpretar uno de los cuatro personajes principales, el aludido general zarista, pero se lo pensó mejor y decidió que era para él más acertado convertirse en el mismísimo zar, aunque sólo fuese durante los cinco minutos que dura el desfile de los cadetes en las hermosas solemnidades de un patio del Kremlin. Estamos ante un gesto de humildad artística que en realidad desvela la soberbia política e ideológica en que se fundamenta. La película quiere ser un canto beato al zarismo, es decir: a la más despótica monarquía moderna, y lo hubiera sido de llegar a ser un verdadero canto. Pero, por suerte, el poema se queda nada más que en una chapuza, en una monumental chapuza.Hay en El barbero de Siberia una visión tan idílica de la mísera Rusia de finales del siglo pasado y primeros de éste que su vaciedad y su grisura adquieren tonalidades obscenas. El mundo de los cadetes, de los aspirantes a oficiales del Ejército imperial, es una alegre piña de rusos guapos, saltarines, sonrientes, graciosos y tan bien alimentados como su magnánimo, sereno y barbudo monarca absoluto. No se ha parado a contar Mijalkov cuántos compatriotas suyos murieron de aplastamiento y de hambre detrás de aquella imperial sonrisa bucólica. Es tal vez éste un asunto demasiado terrenal para una película que trata de cosas tan celestiales como el estalinismo al revés, que El barbero de Siberia rezuma en cada plano: "Rusia está cambiando", dice Mijalkov, "y ahora podemos tener esperanza de que los valores exaltados en mi filme es posible que reaparezcan en los años venideros". Más claro, agua: la superación de la inmensa tragedia del estalinismo es el retorno a la inmensa tragedia del zarismo, que fue lo que la hizo posible.
La película sería repugnante si fuera buena. Pero esta llamada de Mijalkov al retroceso de su país a la Edad Media es música tan desafinada que no se oye más que como chirrido. El horror se hace inofensivo cuando se convierte en error. Es una desastrosa y petulante incursión del marginalismo cinematográfico, en el que durante 20 años Mijalkov se ha movido con ingenio y soltura, dentro de la astronomía financiera de la superproducción, que el cineasta ruso desconoce o conoce mal. La construcción del guión es un cojo y disparatado andamio, que luego la filmación desvela en toda su inhabilidad y pobreza de ideas. Un silencio tan espeso como un puré siguió a las tres horas de proyección del insulso alarde. El final de esta incursión en la caverna cogió al público de espaldas.
Marginalismo de lujo
Este arranque, la presencia del director canadiense David Cronenberg como presidente del jurado y cierto tono dominante en los títulos y los cineastas elegidos este año para concursar, dan sitio a la sospecha de que esta edición del Festival de Cannes se propone, o nos propone, una bendición del marginalismo de lujo, una operación de secuestro de cineastas que han sabido sacar adelante y hacer rentables filmes baratos para meterlos en la producción de películas costosas. En Hollywood ya están embarcados en este relevo, y no sería raro que de los mecanismos del cine europeo que sólo se engrasan con el aceite de las altas cifras comenzara otro enésimo gesto imitativo de la estrategia comercial del (es un decir) hermano californiano. A los dirigentes de Cannes les agrada dar la bendición a nuevas fórmulas de producción, y ésta es una en alza durante las últimas ediciones de este poderoso festival, pese a lo que tiene de paradoja aventurera en una gente de probado practicismo. Unir la libertad, calidad y originalidad que proporciona hacer películas sin riesgo de ruina con la ampulosidad y el acabamiento de las que provienen de grandes presupuestos no es fácil. El cine lenguaje y el cine espectáculo coincide en contadas ocasiones. Cannes 99 busca la fusión entre ambos y habrá que esperar a ver qué ha encontrado.
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