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Calor y frío en el templo

Vicente Molina Foix

Las catedrales son frescas, foscas. En la ciudad nueva, el viajero que lleva toda la mañana de visita turística llega, después de un almuerzo de circunstancias, a la plaza de la catedral. Sinuosa fachada barroca de santos desperezándose en el martirio, o lo contrario, portal de netos arcos de ojiva sobre los que planea un Redentor sentado. Aunque ya ha visto muchas divinidades retratadas en el museo local y su cupo de emociones artísticas lo tiene lleno, el viajero entra en la catedral, que hoy abre la puerta principal de par en par, dejando ver una luz al fondo del crucero que el piadoso relacionará con su dios. Si es verano, pero esa catedral no es de las cuatro o cinco más ajetreadas del mundo, el visitante agradecerá -cuando sus ojos resbalen de cansancio por el hermoso retablo del altar- el frescor preservado por la piedra como un microclima que la religión regala al curioso sin pedirle a cambio la fe. Pero no siempre es fácil entrar, sobre todo en Italia y España, que por ser los países más católicos son los más inclinados a cerrar sus templos sin avisar, confiado quizá el clero en que su gente sabrá encontrar entre los pucheros de la cocina o por la calle (una vez terminada la conversación del teléfono móvil) el lugar de la oración. Hace unos días, yo, que me he llevado tantos berrinches como usted ante iglesias con cuadros de Veronese imposibles de ver y también he pasado grandes tardes de fresquísima relajación estética sentado en el banco de una basílica paleocristiana, llegué cansado ante las puertas de la catedral de Valencia y tuve un pálpito. No sólo estaba abierta y señalizada recién limpia y más hermosa si cabe su fachada, sino que por un precio razonable uno podía recorrerla hasta en sus rincones recónditos (siempre hay, en los templos de la cristiandad, una o dos capillas fundamentales cerradas o tapadas por la lona de los restauradores), siguiendo además un itinerario histórico y artístico que la adorna temporalmente.Es posible que la Generalitat y el arzobispado de Valencia, organizadores, con el patrocinio de otras entidades públicas y privadas, de esta espléndida exposición La luz de las imágenes, hayan imitado el modelo castellano de Las edades del hombre, pero a todos los que la visitamos eso nos trae sin cuidado. Con la nueva iluminación instalada en el interior de las naves y el acopio de piezas de otras iglesias o colecciones, la catedral de Valencia no será hasta el 30 de junio un oasis para el caminante acalorado, pero nos ayuda a preguntarnos, en medio de la hermosura de un puñado de obras maestras, por el destino de un arte que vaya con Dios.

En La luz de las imágenes, a mí me deslumbró Jerónimo Jacinto de Espinosa, ese pintor naturalista sin aparato nacido en Cocentaina y cuya obra, vista en condiciones y sobre todo en buena cantidad, lo confirma como uno de los grandes del Siglo de Oro, a la altura de Murillo, Alonso Cano o los Ribalta, también presentes en la muestra. Antes que Espinosa y después de él hay otros pintores excelentes, primitivos, manieristas y tremendistas. Pero llegamos al siglo XIX y la cosa se nubla. La catedral exhibe con orgullo sus dos goyas, y entre la religiosidad sin sobresaltos de sus contemporáneos, Vicente López Maella, ese gore genial y adelantado que es San Francisco de Borja exorcizando a un moribundo resulta dos veces alarmante; Goya posiblemente da con él el último grito metafísico en el interior de un templo.

¿Es una quimera un arte sacro moderno cuando la religión se sigue proclamando inmutable en sus dogmas? A veces la Iglesia católica expone sus crisis plásticamente (como en la hermosa basílica de Aránzazu, con su oteiza, su lucio muñoz y su planta de Sáenz de Oiza). Es más frecuente, sin embargo, que el buen artista de hoy se acaramelice cuando pisa suelo sagrado (así pasó en las nuevas vidrieras de la catedral de Cuenca). Por piedad de ateo no cito los nombres de artistas y artesanos contemporáneos que con sus horrendas pinturas, cruces procesionales o custodias cierran cronológicamente la exposición de Valencia. Pero aunque ya no queden espinosas o zurbaranes para llevarnos a los altares, los templos conservan la temperatura calurosa del tiempo en que la fe movía mantegnas.

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