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El suave movimiento de un 'traveling baby'

Recuerdo la extraña fotografía, pero no quién era el fotógrafo fotografiado en ella, ni tampoco en qué rodaje de qué película se hizo. Un joven desaliñado está sentado, casi panza arriba, con el trasero embutido dentro del hueco de un cochecito de bebé. Sus piernas, dobladas, se abren y cuelgan, hasta casi rozar con los zapatos el asfalto, a un lado y otro del carrito. El hombre agarra una cámara ligera, una Arriflex, que apoya en el hombro y, con la cabeza ladeada, mira por el visor hacia su derecha, en busca de sostener un encuadre en movimiento sobre la calzada de una avenida, lo que en la jerga llaman un trávelin lateral. Otro hombre empuja el vehículo como lo haría una niñera. El fotógrafo usurpador de la cuna del bebé podría llamarse Raoul Coutard o Néstor Almendros, y el director del filme podría ser un tal Godard, un tal Chabrol o un tal Rohmer. Fue hacia 1960.No conozco una idea más precisa y veraz de lo que significa en la historia del cine el surgimiento (otra cosa es su derivación posterior hacia un manierismo despótico y la desbandada hacia dentro de sí mismos que esto provocó en los cineastas más libres del grupo fundacional) de la Nueva Ola del cine francés, a caballo de los años cincuenta y sesenta, que la que expulsa esta imagen furtiva, cazada por un mirón de paso desde una acera de París. En un magnífico libro de Esteva Riambau, El cine francés, 1958-1998, editado por Paidós, se alude a esta foto y se remueven remolinos de la inteligencia que aún se esconden bajo ella. Hay una que llama hoy la atención: la respuesta de algunos de aquellos sagaces fundadores contra el diluvio de hojarasca teórica, y a veces teológica, que se les vino encima, y con que la cinefilia beata europea quiso inútilmente legislar, con fárragos de niebla en los ojos, la condición cristalina de esta casera, humilde y revolucionaria chapuza, convertida en una sublime y refinada treta de trabajo. Dijo Jean-Pierre Melville: "La Nueva Ola es una manera más barata de hacer películas". Y Rohmer: "No hay un estilo Nueva Ola, ésta no es más que una forma barata de filmar". Y el célebre desafío de François Truffaut a los productores rutinarios: "Vosotros, con cien millones hacéis una película ignorando si será rentable. Nosotros, con cien millones hacemos cuatro y sería cosa del diablo que ninguna tuviese éxito".

Fueron gente con la imaginación agitada por la astucia de la escasez. Dieron un paso práctico, nada más que utilitario, que les permitiese hacer cine con cuatro cuartos, y no sólo lo lograron, sino que desencadenaron una mutación revolucionaria en el cine sin más armas que las del ingenio derivado de su pobreza. Néstor Almendros lo contó, con gotas de alquimia profesional, con esta diafanidad: "Rohmer pensaba rodar La coleccionista en 16 mm. Una película filmada en 16 tiene presupuesto bajo, porque se usa poca electricidad y se rueda en escenarios reales a la luz del día. Entonces, con todo preparado para rodar con presupuesto de 16, decidimos utilizar, sin modificar ni encarecer el plan de trabajo, una cámara de 35 mm. Si aquello resultaba, ganaríamos en calidades técnicas que harían la película más atractiva para el público. Rodamos sin apenas equipo (yo hacía la fotografía, llevaba la cámara y me encargaba de la tarea de foquista), sin iluminación, como en una filmación marginal en 16, y descubrimos que la película de 35 mejoraba los resultados, además de ampliar la sensibilidad de la emulsión y de ensanchar el campo del encuadre. Esto nos hizo llegar más allá de donde queríamos ir".

Hace unos meses, en Berlín,los linces del movimiento del cine danés Dogma, que han hecho tres películas (Celebración, Los idiotas y Mifune) con cuatro cuartos y están forrando de oro la desnudez de su endiablado talento, evocaron de la misma manera la revolución democrática iniciada por la Nueva Ola, que hizo posible (hoy ya lo es del todo, o va pronto a serlo, insiste Lars von Trier) que hacer películas dejase de estar sólo al alcance de una rala élite de profesionales elegidos, engolados incendiarios de millonadas, y se pusiera a tiro de cualquier ciudadano con algo que contar y maña para contarlo con sagradas pequeñeces, como las que cuenta Almendros o las que dice el fogonazo de la imagen de aquel traveling baby moviéndose suavemente sobre el liso asfalto de los Campos Elíseos.

En eso, en la conversión de una tarea carísima y despótica en barata y democrática, consiste el giro revolucionario que presagió aquel tinglado del que ahora conmemoran su cuarenta aniversario libros tan vivos como el de Riambau. Vivos, porque el impulso que cuentan sigue empujando hacia mañana y da recios frutos ante la perpleja esterilidad del cine-escaparate procedente de enrevesadas marañas financieras. Al abaratar y así democratizar la creación de cine, se renuncia al anzuelo del espectáculo, pero el ingenio se vuelca en el afinamiento del lenguaje cinematográfico y sus sagradas ecuaciones y articulaciones. Nada de teologías para uso de los mastubadores de cinematecas, que son carne de papelera, sino la terca capacidad para traer a ras de tierra, al alcance de los hombres comunes, los dueños de lo pequeño, las alturas en que se ha refugiado de forma suicida la vieja pasión de contar historias con imágenes, que no dejan de moverse y buscan, a veinticuatro verdades por segundo, revelar a la gente de ahora qué les ocurre, con qué cuentan, en qué sueñan, de qué carecen.

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