Unidos por el odio
La tertulia del Gijón no fue ayer a las cinco de la tarde. Los amigos con los que cada día el escritor Manuel Vicent comparte "sus odios" cambiaron los ventanales del viejo café de la calle Recoletos de Madrid por el salón donde ayer por la mañana se entregó el II Premio Alfaguara de Novela. Los contertulios eligieron una columna para, por turnos, reclinarse e intercambiar su concurso de comentarios. Fuera, en el patio de entrada al edificio de la editorial Santillana, donde estaba prevista la copa para celebrar el premio a la novela Son de mar, el viento primaveral que ayer barrió Madrid soplaba demasiado fuerte y las mesas con manteles azules y centros de flores se quedaron solas a la intemperie. La fiesta siguió dentro. "Nuestra tertulia siempre es dura y descarada, porque, como dice Manolo, nos une el odio", afirmó el actor Álvaro de Luna. Junto a él, los actores José Manuel Cervino y Manuel Alexandre (el veterano del Gijón); Ricardo R. Buded, el cineasta Tito Fernández; el presidente de la Audiencia Nacional, Clemente Auger; José Bárcenas, los doctores Barros y Caldas, Javier Cobos y hasta el cerillero del café, Alfonso González Pintor, acudieron a la cita. "Soy el secretario del señor Vicent, él es mi socio en el puesto de tabaco y lotería. Él pone el dinero y yo me llevo los cuartos. Hoy, si hay tertulia será a las siete o más tarde", aseguró con su madrileño castizo González Pintor. "Ellos hablan mal de lo que sea", continuó, "cuando están juntos se llevan muy bien despachando contra los gobiernos, sea cual sea; pero cuando se van también se ponen a parir entre ellos, que yo lo sé todo... pero luego son todos muy buenos, buenos de verdad".
La tertulia reunió material para unas cuantas digestiones de café. Cineastas como Agustín Díaz Yanes, José Luis García Sánchez, José Luis Cuerda y Fernando Trueba (miembro del jurado del premio); el guionista Rafael Azcona (que fue jurado el año pasado), la ex ministra de Cultura Carmen Alborch y el actual ministro de Cultura, Mariano Rajoy; la escritora Josefina Aldecoa, la actriz Marina Saura, los actores José Martín y Francisco Valladares; los escritores Juan Eduardo Zúñiga, José María Merino, Juan Pedro Aparicio, Elvira Lindo, Mario Benedetti, Rosa Regás (también miembro del jurado) y Juan José Millás; el periodista y escritor Fernando Delgado, el dibujante Máximo, las periodistas Concha García Campoy y Marta Robles, antiguos editores de Alfaguara como Jaime Salinas y Manuel Rodríguez Rivero, el escritor y crítico José María Guelbenzu y, finalmente, el escritor colombiano Gabriel García Márquez, que se sumó a la comida posterior, se acercaron a felicitar a Vicent.
El autor, que por escrito se ha quejado de haber llegado a esa terrible edad (los 63) en la que los hombres se sienten, sencillamente, "transparentes" a los ojos de las mujeres, quiso ayer evitar esa supuesta indiferencia. Bajo su perilla y su camisa blanca brillaba una piel morena que todo el mundo supuso curtida en su inevitable mar Mediterráneo. Probablemente en el puerto alicantino de Denia, cerca de los cabos de La Nao y de San Antonio, donde en los días claros se divisa la costa de Ibiza y donde Vicent pasa largas temporadas. "Yo sólo sé del asfalto de Madrid y del Mediterráneo".
Vicent leyó un discurso en el que, aunque presume de cínico, se destapó como un perfecto romántico ("un tímido, que es un tímido", aclaró su amigo cerillero). "El protagonista de la novela es un ahogado que vuelve después de diez años a la orilla del mar que se lo tragó", leyó el escritor. "Según el manual de la resurrección, el primer requisito para resucitar es estar vivo, aunque la vida te sumerja cada día en la profundidad de los mares. En este caso, siempre habrá un amante que te llame desde cualquier orilla y tú sentirás la necesidad de volver a la playa. ¿Pero quién es realmente ese ser que regresa?".
Vicent, finalmente, regresó ayer a la barra del Gijón y Álvaro de Luna comparó nuevamente su fidelidad al viejo café madrileño con la de Woody Allen al local de Manhattan donde cada semana toca el clarinete. A las ocho de la tarde, el escritor acudía con sus amigos ("Hacía años que Clemente Auger no volvía por aquí"), dedicaba su nuevo libro a sus favoritos y, ya sentado en una mesa de confianza, relataba a su manera el día en que por fin, a su edad, dejó de ser transparente.
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