Hegemonía mundial y guerras étnicas
Desde que la OTAN ha comenzado los bombardeos sobrevuelan en los medios algunas cuestiones en las que no se entra, aunque no pueda evitarse que con alusiones más o menos sobreentendidas enseñen la oreja. Como la operación de castigo constituye claramente una agresión, en desacuerdo con los principios más elementales del derecho internacional, la Carta de las Naciones Unidas y las normas que rigen la Alianza Atlántica, se deja a un lado el hecho sobrecogedor, por el retroceso hacia la barbarie que implica, de que las democracias más ricas y poderosas de la tierra hayan dado la espalda al derecho y justifiquen su acción con una apelación directa a la moral. Diga lo que quiera el derecho vigente, si se trata de impedir un genocidio, estamos obligados a intervenir. Una noción innata de justicia y de moral, que en el fondo todos compartimos, estaría por encima del derecho. Lo que se oculta es que no se puede apelar a la moral sin incluir la universalidad que le es inherente, y es obvio que no existe la posibilidad, pero tampoco la voluntad de intervenir siempre que se pisoteen los derechos humanos. No sólo se elige intervenir en un genocidio (Kosovo) y no en otros (Ruanda; el pueblo kurdo) -selección que aniquila el principio moral al que se apela-, es que tampoco sería factible, pero ni siquiera deseable, que los Estados se movieran impulsados tan sólo por los principios universales de la moral. En lo que concierne a estos valores, las democracias occidentales se enorgullecen de haber establecido un pluralismo social y la neutralidad del Estado, con la madurez suficiente para saber que no cabe sustituir por la moral la política y el derecho. Cierto que una Europa premoderna reclamó la supeditación de la política y el derecho a la moral, pero entonces la Iglesia administraba los contenidos concretos de la moral privada y pública. Los anarquistas fueron los últimos que pretendieron una convivencia social libre, sin interferencias de la política y el derecho. Y en este siglo han sido precisamente los totalitarismos los que al derecho formal, que despreciaban como "burgués", opusieron la moral de la raza o de la clase. La sustitución del derecho y la política por los altos principios de la moral y de la justicia, que cada cual define según su conciencia o sus intereses, lleva al caos o a la dictadura. Frente al principio moral de actuar por convicción -tal como lo dicte la conciencia, esto es, hágase la justicia y perezca el mundo-, la civilización occidental ha terminado por preferir el principio de responsabilidad: ante la universalidad de la moral, que no admite excepciones ni repara en los resultados, el derecho y la política han de orientarse por las consecuencias que se desprendan de la aplicación de las normas y del ejercicio de las acciones, ética de la responsabilidad.
Pues bien, si en vez de retroceder a una noción tan absoluta como vaporosa de moral y de justicia juzgamos los bombardeos de la OTAN por las consecuencias habidas y las que se esperan, acorde con la ética de la responsabilidad, el juicio tiene que ser aniquilador. Hasta ahora se ha conseguido todo lo contrario de lo que se decía que se buscaba, alejándose, hasta perderse de vista, los dos objetivos enunciados: proteger a la población albanokosovar, haciendo respetar sus derechos fundamentales, y mantener la unidad territorial de la Federación de Yugoslavia, es decir, autonomía, pero no independencia para Kosovo. Quedaban asumidos así los dos principios básicos para el mantenimiento de la paz, acordados en agosto de 1975 en la Conferencia de Helsinki: respeto de los derechos humanos (contribución occidental) y no modificación de las fronteras que surgieron de la última guerra (prioridad soviética). Principios que a posteriori se han revelado indispensables para la paz, pero que lamentablemente algunos países europeos dejaron caer cuando reconocieron la independencia de Eslovenia y Croacia, facilitando así a la parte perdedora que no respetase el otro, con lo que se inició una espiral, que todavía no ha acabado, de desmembración de Yugoslavia y vulneración creciente de los derechos humanos.
Además de que los bombardeos, en vez de evitar un genocidio, más bien han servido de catalizador para acelerar su consumación en pocas semanas, parecen graves las consecuencias que se configuran en el horizonte. Desde una posible desestabilización de los países limítrofes, a una consolidación del régimen dictatorial serbio, con la consiguiente exaltación de su nacionalismo, una intervención rusa en el caso, ciertamente improbable, de que la OTAN iniciase una invasión de Kosovo -que, paradójicamente, es la única operación militar que hubiera salvado al pueblo albanokosovar- hasta convulsiones políticas y sociales en una Rusia impotente y humillada, no son desdeñables los efectos que podrían derivarse de esta operación de castigo. Así como no hay guerras limpias en las que se pueda alcanzar los objetivos sin pérdidas propias ni víctimas inocentes, toda operación militar conlleva secuelas impredecibles: no en vano se ha definido la guerra como el campo propio de la incertidumbre. Nadie puede descartar lo peor, pero cada vez parece más verosímil que, después de haber destruido a un país por completo, habrá que volver en el mejor de los casos al punto de partida, es decir, a intentar una solución negociada, con la mediación de Rusia y esta vez con la de Naciones Unidas, otra de las grandes perjudicadas por la agresión, pero ahora en condiciones mucho más hostiles a una paz duradera. Europa ha de aprender a convivir por mucho tiempo con un flanco suroriental tan frágil como conflictivo.
El tema tabú sobre el que se pasa como sobre ascuas son las razones que habrían llevado a Estados Unidos a tomar una decisión tan poco apropiada para conseguir los objetivos propuestos, cargada además de tantos y tan graves imponderables. Muchos han señalado lo inadecuado de los medios a los fines buscados; salta a la vista tamaña sinrazón, pero necesita que se explique. Y aquí nos solemos encontrar con una espesa bruma, sin que se entre en el meollo de la cuestión. Y, sin embargo, los hechos son bien conocidos y basta con sacarlos del silencio en que se hayan ocultos para ver con alguna claridad. Estados Unidos es la primera, en rigor, la única potencia militar del mundo, al no existir un antagonista que pueda pararle los pies. Una potencia militar lo es si su superioridad actúa como una factor de disuasión; de manera directa o indirecta practica siempre la diplomacia de la amenaza militar. Basta con que un país disponga de un poderosísimo ejército para que sus consejos tomen el cariz de mandatos. En Rambouillet, la secretaria de Estado norteamericana puso a los serbios ante el dilema de doblegarse a la voluntad del más fuerte o atenerse a las consecuencias. Sí, es inaceptable, pero las relaciones personales, sociales e interestatales están repletas de tales imposiciones. Por lo general, el débil es lo bastante razonable para acoplarse a la voluntad del más fuerte. Cuando se atreve a decir no, lo probable es que crea que el más fuerte por alguna razón no puede pasar a los hechos. Ahora bien, si el que amenaza no cumple, pierde pronto su capacidad de disuasión, y de nada le sirve la fuerza militar acumulada. Estados Unidos bombardea Yugoslavia, simplemente, porque en ello se juega nada menos que su hegemonía mundial, basada en un poder militar sin posible rival. Presentó un ultimátum y no se doblegaron, luego tienen que sufrir un duro castigo hasta que se rindan. Reacción que impone una hegemonía mundial basada en la superioridad militar. Súmese a ello que un ejército necesita utilizarse para mantenerse en forma. Hay que renovar el armamento y mejorar las tácticas. La supremacía militar tiene una lógica que se corresponde con la del gran negocio de la fabricación de armas. Lo demás es secundario: las consecuencias, ya se verán, ocurren a miles de kilómetros; el derecho es siempre el del más fuerte; y de legitimar la acción ya se encargarán los profesionales del ramo, y si estos ya no recurren, como en el pasado, al discurso religioso, Dios está con nosotros, es que vivimos en sociedades secularizadas en las que ya sólo cabe apelar a la moral. Y ¡a ver el país aliado que se desmarca de la voluntad hegemónica de la primera potencia militar!
En una España con problemas secesionistas, el tabú que se ha sabido mantener con mayor vigor, sin que apenas haya logrado emerger a la superficie, es la diferencia abismal en la actitud que el Gobierno español, como miembro de la Alianza Atlántica, muestra frente al terrorismo albanokosovar, y la que mantiene ante el terrorismo nacionalista vasco. Desde que empezaron los bombardeos, como si la OTAN fuese la fuerza aérea del Ejército de Liberación Nacional de Kosovo, éste ha desaparecido del horizonte occidental, y nadie se para a distinguir las operaciones militares serbias contra la guerrilla de las dirigidas contra lo que es su caldo de cultivo, la población albanokosovar. España y la República Federal de Yugoslavia, de acuerdo con la comunidad internacional, consideran terrorismo a todo intento de conseguir una reivindicación social o nacional recurriendo a la violencia. España, como Yugoslavia, pretenden mantener la unidad territorial, y no conciben otra salida a la crisis que una negociada, dentro del orden constitucional vigente y sin admitir ningún tipo de injerencia extranjera.
Se dirá que las diferencias entre el País Vasco y Kosovo son de tal envergadura que cualquier comparación supone no ya una falsedad, sino hasta un agravio. Cierto, en el País Vasco se respetan los derechos humanos, con la sola excepción del nacionalismo radical, que ha basado su estrategia en la utilización de la violencia con la pretensión permanente de atraer al Gobierno español a la trampa de la guerra sucia. Cierto que España es una democracia y Yugoslavia no lo es; que la mayor parte de la población de Kosovo es albanesa y el 60% de la población de Euskadi se siente a la vez española y vasca; que la población vasca, sea cual fuere su actitud frente al nacionalismo, es mayoritariamente católica, y los albanokosovares son musulmanes y los serbios cristianos ortodoxos; en fin, que el País Vasco goza de una amplia autonomía y a Kosovo se la arrebataron hace 10 años. Nadie pone en duda las enormes diferencias, pero tampoco se negará que en el peor, y ojalá el más improbable de los casos, la situación en España podría degenerar en la dirección que se vive en la antigua Yugoslavia, y esto, además de que nos debiera servir para escarmentar en cabeza ajena, tendría que haber capacitado a nuestro Gobierno para responder con mayor sensibilidad a las guerras civiles entre etnias y nacionalidades.
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