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Política "gore"

IMANOL ZUBERO Escuchaba la víspera de Aberri Eguna en Radio Euskadi a representantes de los partidos vascos conversar sobre cuestiones de actualidad. El presentador puso como primer tema sobre la mesa una encuesta realizada por encargo del Gobierno vasco de la que, entre otras cosas, resulta que un 89% de ciudadanos vascos afirman ser felices. El representante del PNV afirmó que tan elevado porcentaje no le extrañaba. Salvo aquellas personas que carecen de empleo -afirmó-, en el País Vasco se vive muy pero que muy bien; y se refirió como indicador de esta calidad de vida a la cantidad de gente que había salido de vacaciones, tanta que dudaba que alguien estuviera escuchando la tertulia. Fue aquí cuando se quebró el tono festivo con el que se había iniciado el programa. Cuando el representante de HB escuchó calificar de "tertulia" el programa en el que participa semanalmente, intervino airadamente: ¿qué es eso de tertulia? Si esto fuera una tertulia nosotros seríamos unos tertulianos, y eso nunca. ¡Esto es un debate!, clamó. Tan encendida intervención tuvo el efecto de un rebote y el presentador dirigió al representante de HB la pregunta inicial: ¿cómo valora ese dato que indica que el 89% de los hombres y mujeres de esta Comunidad Autónoma afirmen sentirse felices? En buena hora. El combativo polemista se enredó en un burdo intento de explicación. Bueno, vino a decir, si entendemos que lo que quiere decir el dato es que el 89% de los encuestados están "ilusionados" (observen el patético cambio de tercio), pues es comprensible, ya que como consecuencia de la iniciativa política de la izquierda abertzale desde Lizarra se ha abierto en Euskal Herria un nuevo escenario ilusionante, etc., etc., etc. Lo mismo de siempre. Cualquier cosa antes que someter a revisión su tradicional discurso de la anormalidad. A lo largo de los últimos veinte años la izquierda abertzale ha segregado una cosmovisión caracterizada por la exaltación de la ruptura con lo existente. Esta relación inmisericorde con la realidad pasa por la exacerbación de sus aspectos más negativos y el desprecio de lo que de positivo pueda tener. Se ha alentado así una especie de política gore, a la vez fascinada y repelida por la fealdad, el sufrimiento y, en general, por las limitaciones de la existencia humana. Una cosmovisión absolutamente incompatible con la normalidad. Por eso el representante de HB en ese programa radiofónico se mostraba incapaz de asumir que nueve de cada diez habitantes de Euskadi se sientan básicamente felices. El discurso de la felicidad -una felicidad, por cierto, nada ingenua, a tenor de las escasas esperanzas puestas por los encuestados en la posibilidad de acabar con la pobreza, el paro o las guerras- es incompatible con la exaltación de la ruptura. Ernest Gellner considera que el fracaso histórico del marxismo estriba en su carácter de religión secular que pretendió, no tanto la eliminación formal de lo trascendente de la religión, sino la sobresacralización de lo inmanente. Al sacralizar todos los aspectos de la vida social, privó a los hombres de un refugio al que recurrir en los periodos de escaso entusiasmo y celo disminuido. Periodos así son inevitables, ya que muy pocos individuos (y ninguna colectividad) pueden permanecer en un estado de permanente exaltación. El fracaso del marxismo se explica no porque privara al hombre de lo trascendente, sino porque le privó de lo profano: "Al sacralizar este mundo privó a los hombres de ese contraste necesario entre lo elevado y lo terreno, y de la posibilidad de escaparse a lo terreno cuando lo elevado se encuentra en animación suspendida. El mundo no puede soportar el peso de tanta santidad", concluye. Lo tragicómico es que el exaltado discurso de la anormalidad ha contaminado en los últimos meses al conjunto de la política vasca. Y nadie sabe muy bien qué hacer con ese noventa por ciento de vascos que, imbéciles ellos, se confiesan razonablemente felices. A pesar de los pesares.

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