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Contra la libertad de expresión

En un país como el nuestro donde la desmesura es signo de normalidad, constituye una anécdota indignante la resolución de las Cortes Valencianas que insta a la fiscalización de los profesores de bachillerato que vulneren los criterios políticos del PP y UV en materia lingüística y cultural. Una resolución que en su día generó un importane rechazo social, reproducido ahora como consecuencia del requerimiento que la Consejería de Cultura, Educación i Ciencia acaba de hacer a la inspección educativa para que vele por su cumplimiento. La controversia suscitada plantea un interesante debate sobre la amplitud y los límites de la libertad de cátedra del profesorado y la facultad supervisora de la Administración. Una libertad de cátedra que es inherente a cualquier profesor que tiene derecho a expresarse con rigor científico y sin temor a ser expedientado. Y una función supervisora de la Administración que ha de garantizar los derechos y las libertades de los distintos miembros de la comunidad educativa. Armonizar ambas -libertad de pensamiento y función de control- es ciertamente difícil. Por eso resulta tan necesaria, de una parte, la autocrítica y la reflexión del propioprofesor; y, de otra, el respeto al carácter abierto del currículo y a la autonomía pedagógica del centro por parte de la Administración. Precisamente, la polémica surge por la dificultad de conjugar la libertad de expresión con la supervisión. Pues el límite que separa ambas es tan frágil como una burbuja de jabón, y tan tenue como la frontera que separa la sublimidad del rídículo. De ahí la necesidad de aceptar la fricción entre ambas como algo inevitable. Una tensión dialéctica -no necesariamente perniciosa- que plantea un problema que no tiene solución perfecta (puede inscribirse un cuadrado dentro de un círculo sin pretender resolver la cuadratura del círculo). Así que, si queremos que el círculo no se rompa, no habrán de escatimarse esfuerzos en propiciar el necesario equilibrio entre la libertad de pensamiento y el cumplimiento de las normas. Y para ello es esencial que la inspección esté a salvo de cualquier tipo de presión política que pretende condicionar o instrumentalizar su actuación en los centros. No sé si la orden de la consejería tiene que ver algo con las elecciones del 13 de junio. Aunque me gustaría que alguien demostrase que no es así. En todo caso, y desde un punto de vista exclusivamente técnico, la extrañeza que ha provocado dicha orden no ha sido tanto por lo que dice como por el hecho de haberse cursado cinco meses después de aprobarse la resolución en el Parlamento valenciano. Pues no se entiende por qué hay que recordar a la inspección que cumpla con sus obligaciones en un tema puntual y concreto como éste. Máxime cuando, en virtud de las competencias que tiene atribuidas, puede y debe actuar de oficio contra quienes conculquen el ordenamiento jurídico vigente. Se comprende, pues, que un importante sector de este cuerpo de funcionarios haya reaccionado ante esta orden de forma automática, como una rodilla cuando se le da un golpe de martillo. Más aún cuando, de las intervenciones de los diputados en el debate que aprobó la polémica resolución, se colige que en la demanda a la inspección para que actúe contra los profesores que en el ejercicio de la docencia admitan la unidad de la lengua, subyace el deseo de imponer una visión acientífica que no sólo entra en contradicción con aquello que mantiene la romanística internacional y todas las universidades del mundo, sino que fricciona la misma Ley de creación de la Acadèmia Valenciana de la Llengua que, respecto de la filiación del valenciano, admite la unidad lingüística al declarar que "forma parte del sistema lingüístico que los correspondientes Estatutos de Autonomía de los territorios hispánicos de la antigua Corona de Aragón, reconocen como lengua propia". Así pues, algunos políticos pueden, si lo desean, continuar jugando irresponsablemente con conceptos científicos que no les incumben. Pero que no pretendan que la inspección coarte la libertad de expresión del profesorado sometiéndole a una presión de 10.000 atmósferas. Si, como se ha dicho, El florido pensil de hoy retrata la (des)educación de ayer, que no busquen la complicidad de los inspectores para que El florido pensil de mañana retrate la (des)educación de hoy.

Jesús Puig es inspector de Educación.

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