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Tribuna:LA CRÓNICA
Tribuna
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Galgos veloces como caballos JORDI PUNTÍ

Abajo, al borde de la pista, la blanca liebre de plástico sigue en su sitio, quieta y esbozando una sonrisa vagamente irónica, como un dibujo animado de Tex Avery. Sabe que ya no habrá más carreras, no más galgos pisándole los talones; ya no se oirá más ese zumbido eléctrico de su mecanismo, ni las quejas -pocas y exageradas- de los apostantes que han perdido. A su alrededor, las gradas vacías del canódromo van criando moho y grietas, ruina, y en la pista de color ceniza crecen las malas hierbas. De vez en cuando, el viento levanta un boleto arrugado del suelo, o al filtrarse por los pasadizos vacíos lanza un quejido lastimero, como el de los perros cuando están tristes. Y entonces, por un momento, la liebre piensa que pueden haber vuelto y se estremece en su cuerpo de plástico, no se sabe si por el miedo o por la emoción. Probablemente, los galgos desterrados -unos 240- no han olvidado a la liebre, su recuerdo es todavía muy reciente, pero tampoco la deben de echar en falta, pues su vida ha dado un giro definitivo en estos últimos días. Como el canódromo Pabellón cerró sus puertas y los amos no querían saber nada de ellos -a los seis, siete años la mayoría ya no sirven para las carreras-, los perros iban a ser sacrificados, una simple inyección letal; pero a última hora, la Protectora d"Animals d"Osona los acogió para buscarles un nuevo hogar lejos de las pistas, igual que un retiro para el deportista veterano. Fue, claro está, como si les hubiera tocado la lotería: de las cuadras grises, los camiones sucios, el trato abusivo y la comida escasa han pasado ahora a una vida más reposada, en unas jaulas limpias y espaciosas donde el sol entra buena parte del día, con un menú diario que les hace relamerse nerviosos nada más olfatearlo y, sobre todo, con unas personas que los cuidan como si hubiesen estado allí toda la vida. Si tiritan de frío, por ejemplo, les cubren el cuerpo con una manta especial. Uno se imagina que los galgos no salen de su asombro, y que si fuesen personajes de una película de Walt Disney se vestirían un frac y un sombrero de copa y ensayarían un baile de claqué a lo Fred Astaire como agradecimiento. Dos o tres veces al día, por riguroso turno de jaula, les permiten salir al patio a estirar las piernas, y entonces aprenden a perder poco a poco la timidez y se acercan a sus protectores; con el hocico les husmean un instante y luego, sociables y cariñosos, se dejan acariciar el cuerpo estilizado, el cráneo breve, el lomo fibroso y frágil (todo piel y huesos). De los 240 galgos que fueron llevados a la residencia canina de Mas Codinachs, en Vic, unos 70 han marchado ya a su nuevo hogar y alrededor de 120 siguen allí, aunque ya tienen fijado su destino: Estados Unidos, donde existen muchas asociaciones para la defensa de los galgos, Austria e Inglaterra. En cuanto a los restantes, este fin de semana seguían llegando propuestas de adopción de toda España: una familia de Zaragoza, por ejemplo, había llegado a Barcelona con su jeep para llevarse tres. Quedan todavía unos 50, que siguen el proceso de aclimatación como si se encontrasen en una estación de paso, a la espera de que llegue su tren. A estos rezagados, Ramon Barquero, un joven que estos días vive y duerme en la residencia canina, les acaricia y les habla. Aunque conoce muchas razas de perros, nunca antes había trabajado con galgos, y cuenta a quien le quiera escuchar que las perras -todos los galgos que hay en la residencia son hembras- son muy dóciles y tiernas, pero que ése no es el lugar más adecuado para ellas. A los galgos les gusta pisar superficies blandas, tierra húmeda, que el suelo se hunda bajo sus largas zancadas. Así se sienten seguros. Les gusta correr, tener campo libre y sortear imprevistos; entonces son bellos y rápidos como caballos, cuenta Ramon por experiencia propia: él mismo ha adoptado una perra que el primer día, nada más llegar, se encaprichó de él y ya no se ha movido de su lado; la llama Fresca y a veces, cuando sale a pasear con ella, no puede evitar que se escape, su instinto le manda correr campos a través. Viendo a los galgos encerrados, con esos ojos tristones de quien ha sufrido y ese caminar lento, es fácil y agradable imaginar para ellos un futuro idílico tras un largo viaje, un mundo lleno de verdes campiñas para corretear, de caminos mullidos por las hojas caídas de otoño, de bosques frondosos donde perseguir a liebres auténticas. Y atraparlas de una vez por todas.

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