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El continente olvidado

Sami Naïr

África ha empezado mal, se decía hace ya 40 años. Y, sin embargo, era la época de las grandes esperanzas. Era la época de la independencia nacional, la época en que el continente negro quería alcanzar el progreso social para sus poblaciones afligidas por siglos de opresión. ¿Qué queda de este sueño? Estamos en la era de la globalización, de las cuentas, de las duras verdades. Y a África se la sigue expulsando fuera del tiempo. La recesión económica es el destino común, el modelo de ajuste estructural, por doquier en marcha, una necesidad de adaptación impuesta a cada uno. La instauración de políticas macroeconómicas basadas en las restricciones presupuestarias, la devolución de la deuda, aumentan aún más cruelmente las huellas preexistentes del subdesarrollo. Marginada en los intercambios mundiales, prácticamente ausente de la producción globalizada, incapaz de responder al desafío del crecimiento demográfico, África, martirizada desde el siglo XVI por la historia colonial, está hoy excluida del crecimiento mundial. Es un continente olvidado.Más grave aún se muestra la inestabilidad política estructural de los Estados frente a la onda de choque de la globalización. Las respuestas difieren en función de cada país, pero la sacudida es la misma en todo África: alcanza a la legitimidad de los Estados y comporta, en el peor de los casos, la disgregación brutal (región de los Grandes Lagos), y en el mejor, la apertura política (Malí, Senegal, Zambia...). La primera vía es de una violencia insólita; va acompañada de hambruna, éxodos e incluso tentativas de genocidio. Es difícil prever cuándo y cómo terminará esta tragedia. La segunda es frágil; inaugura un proceso de transición a la democracia, pero las expectativas de las poblaciones son muy grandes, y el contexto económico, hostil. De ahí las manifestaciones sociales incontrolables: inseguridad, violencia étnica, corrupción...

Sin embargo, emergen nuevas formas de socialización. De cara a las situaciones de pobreza y de exclusión, se construye un mundo asociativo dinámico, estructurado, que revela el potencial democrático de las sociedades africanas (movimientos asociativos en Malí, organizaciones campesinas en Senegal, etc.). De hecho, la democratización de las relaciones sociales, guiada no por grandes proyectos colectivos abstractos, sino por una voluntad de responder a los problemas concretos e inmediatos, hace inevitable la marcha, aún caótica, hacia la construcción de Estados democráticos. ¿Va a jugar la cooperación del Norte con el Sur a favor o en contra de esta tendencia?

Desde la independencia, se han sucedido dos dinámicas de ayuda al desarrollo: la asistencial (1960-1975) y la del todo-mercado (desde principios de los ochenta).

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Aunque ambas han engendrado efectos positivos, el balance presenta fuertes contrastes: la ayuda ha provocado la perniciosa espiral del endeudamiento y ha impedido que los paises se hicieran cargo de su desarrollo (desestabilización de la administración del país, falta de responsabilidad de los dirigentes, bloqueo de la participación popular, mentalidad de asistidos...). Aunque en determinados países los grandes equilibrios económicos se han acercado al ideal definido por el FMI y el Banco Mundial, la mayor parte de los países africanos no dispone de medios para responder a las cruciales cuestiones planteadas por el subdesarrollo.

No hay que extrañarse de que,frente a esta situación, en la última década se haya impuesto como un sustituto humilde y solidario la retórica de la ayuda humanitaria de urgencia: puesto que el desarrollo a través del mercado produce mayoritariamente pobreza, la ayuda humanitaria debe paliar los desastres humanos más indignantes. ¿Es, pues, casual que la radicalización de esta retórica, a través de la ideología del derecho a la injerencia política, se haya labrado en los surcos del liberalismo económico mundial?

En realidad, lo que hay que replantearse con detenimiento es el concepto mismo de "desarrollo". La reducción de la "modernización" de las sociedades al desarrollo económico, de éste al crecimiento, del crecimiento a la inversión productiva, sigue una línea de efectos mecánicos que, desgraciadamente, nunca tiene lugar en las sociedades pobres: la modernización se hace a menudo intolerable por el mal desarrollo, incapaz de favorecer al crecimiento que genera, y éste no desemboca en la constitución de un tejido productivo eficiente, sino en el fortalecimiento del sector informal, necesario, pero no lo suficientemente productivo como para llevar a las sociedades más allá de la mera supervivencia. Para las sociedades en transición hacia la economía de mercado, el desarrollo no puede reducirse a la dimensión económica: es un desafío que abarca al conjunto del sistema social. Su finalidad es la integración social global de todas las capas de la población: integración sistémica, es decir, política, económica, social, cultural y de identidad. Si se acepta la idea de que el desarrollo debe ahora privilegiar la integración social, los objetivos que hay que alcanzar están claros: el primero es la seguridad económica, social y jurídica de los individuos; el segundo, la cohesión territorial de los Estados nacionales; el tercero, el desarrollo de la iniciativa democrática local, portadora de innovaciones sociales. Hay que responder a estos desafíos orientando la cooperación Norte-Sur hacia estos sectores.

1. Seguridad social, económica y jurídica de los individuos: la ayuda a los Estados africanos se debe orientar a la oferta de bienes y servicios básicos (agua, saneamiento, educación, sanidad, vivienda), a un coste asequible para la mayoría de la población. El desarrollo de estas infraestructuras se podría llevar a cabo con la puesta en marcha, en cada país, de un plan nacional de infraestructuras básicas, que defina un marco general y deje después a los colectivos locales (regiones, ciudades, redes de pueblos, de cooperativas o de asociaciones) la preocupación de establecer y poner en marcha proyectos concretos. La ayuda internacional debería apuntar prioritariamente a la elaboración de un sistema de seguros que proteja a los bienes (herramientas de trabajo) y a las personas (seguro de desempleo, enfermedad, jubilación). Quien dice seguridad social dice actividad legal, pero la mayoría de la población activa africana trabaja en el sector informal, por lo tanto, hay que concebir un régimen de seguridad que haga atractiva la legalización de las actividades informales y ventajosa la declaración de los trabajadores: simplificación y transparencia de los trámites, acceso a los servicios que permitan el crecimiento del rendimiento de la actividad, acceso a los créditos, etc. También hay que tener en cuenta los sistemas informales de solidaridad ya existentes, que cuentan con la confianza de sus usuarios, y ver de qué manera se pueden utilizar. Este sistema de seguridad deberían gestionarlo los colectivos locales en el marco de un contrato con el Estado. Éste, a su vez, tendría acceso a un fondo social para el desarrollo que se podría financiar con la reconversión de la deuda, como se ha hecho parcialmente en algunos países del Sur.

2. La cohesión territorial: hay que oponerse a los métodos de disgregación violenta de los Estados nacionales, aun cuando revelen, como hoy en día, incompatibilidades étnicas y territoriales deprimidas. Pero el fortalecimiento de la cohabitación entre etnias no debe significar el autoritarismo despótico de unos u otros. Si dejamos a un lado las manipulaciones extranjeras en los conflictos interétnicos en el seno de Estados con fronteras internacionales reconocidas, los conflictos que permanecen son estructurales y están menos ligados a la comunidad territorial impuesta por la historia que a la forma que reviste el Estado: autoritario, lejano, rígido, recelosamente centralizado. Sólo la democratización de las sociedades puede contribuir a la consolidación de las pertenencias comunes. La descentralización puede y debe desempeñar un papel primordial para que los Estados africanos puedan ajustar su distribución humana y territorial interna. Queda el problema de la articulación de las zonas rurales y urbanas: en lo que respecta al sector agrícola, en el que los campesinos están a menudo indefensos y abandonados a su suerte, sería necesario, sin duda, favorecer la constitución de agrópolis que reúnan un conjunto de servicios comunes a una región (distribución, comercialización y transporte de los productos, acceso a las herramientas para los grandes trabajos, organismos de crédito...). También, una auténtica política de desarrollo ligada a los flujos migratorios y elaborada en común por los países de salida y los de acogida, puede contribuir poderosamente a luchar contra el desarraigo territorial y la exclusión, sobre todo mediante el establecimiento de programas de formación de los jóvenes y lucha contra el paro. Así, se podrán concebir estancias de formación/codesarrolllo, destinadas a acoger temporalmente y a formar a jóvenes africanos en prácticas en las empresas de los países del Norte. Asimismo, convendrá poner en práctica contratos de empleo/codesarrollo, destinados a los jóvenes trabajadores poco cualificados, empleados temporalmente en una empresa europea, según unos contingentes anuales acordados por los países implicados. Se debería privilegiar la contratación de personas cualificadas originarias de África en las ONG que trabajan en ese continente, en los organismos internacionales o nacionales de cooperación que utilizan el peritaje occidental, en las empresas occidentales implantadas en África, etc. Por último, se debería negociar sistemáticamente con las empresas privadas occidentales que desarrollan sus actividades en África -reconociéndoles, entre otras cosas, ventajas fiscales- unos contratos/empleo/formación/codesarrollo para la inserción de los estudiantes africanos que hayan pasado una temporada en Europa.

3. Favorecer la inserción social por la iniciativa democrática local: el apoyo a las iniciativas de las asociaciones locales (de barrio, de jóvenes, de mujeres, etc.) es la condición sine qua non para la construcción de espacios democráticos ciudadanos para luchar contra la desintegración de las relaciones humanas minadas por la miseria. Dicho de otro modo, hay que dotar a las acciones cívicas de solidaridad de los medios para hacer frente a la anomia creciente, al cambio individualista de los lazos familiares, a la desaparición de proyectos colectivos. Sin la renovación de la esperanza en la colectividad, en el destino de los pueblos y en la confianza de los Estados, África padecerá aún durante mucho tiempo una suerte que le entorpece. Sería ilusorio creer que Europa puede construir un espacio de prosperidad a la sombra de una África ensangrentada: inevitablemente, las consecuencias las sufriremos todos. Está claro que a Europa le interesa que África se desarrolle, se enriquezca, proporcione trabajo a sus poblaciones y participe, junto al resto de la humanidad, en una civilización de paz en el siglo XXI.

Sami Naïr es profesor de Ciencia Política en la Universidad de París VIII.

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Sobre la firma

Sami Naïr
Es politólogo, especialista en geopolítica y migraciones. Autor de varios libros en castellano: La inmigración explicada a mi hija (2000), El imperio frente a la diversidad (2005), Y vendrán. Las migraciones en tiempos hostiles (2006), Europa mestiza (2012), Refugiados (2016) y Acompañando a Simone de Beauvoir: Mujeres, hombres, igualdad (2019).

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