Sentimiento constitucional
Si la retórica política es muy pobre en nuestro tiempo, donde falta llamativamente toda elocuencia y auténtica discusión, en asuntos de política nacionalista esa pobreza llega al paroxismo. Los partidos nacionales, como el PP o el PSOE, y los nacionalistas, como PNV y CiU, se pasan el día escandalizándose mutuamente sin cansarse nunca y, con ocasión de cualquier conflicto o discrepancia, cada parte repite siempre lo esperado. Esto sucede porque todo lo relacionado con los nacionalismo tiene el estatus de principio innegociable, de principio básico. Es sabido que los principios básicos son siempre evidentes y que no se discuten, se proclaman. De ahí que cuando los políticos se manifiestan sobre el problema catalán o vasco, todos ellos, de uno y otro lado, creyéndose asistidos del sentido común, hagan siempre grandes proclamaciones con el tono de quien dice una evidencia. Sin embargo, lo cierto es que al menos hay dos evidencias distintas, la nacionalista vasco-catalana y la evidencia española, y esa misma dualidad debería conducir a los espíritus que cultivan un cierto escepticismo a sospechar de su propia certidumbre.La evidencia española se resume en que los territorios históricos pertenecen a la patria común, una España plural y abierta en línea con las sociedades occidentales avanzadas, y en segundo lugar, que la violencia terrorista es intolerable y deslegitimadora. Como comparto enteramente estos presupuestos, no tengo necesidad de convencerme. Al contrario, quizá sea preferible rebajar el propio convencimiento para permitir el salto a la otra posición dialéctica.
La evidencia nacionalista dice: el pueblo vasco (o el catalán) es una nación viva y orgánica, una comunidad histórica dotada de un idioma propio, de antiguas tradiciones y símbolos. En consecuencia, España, que ellos identifican con un poder administrativo-burocrático, el llamado "Estado español", oprime -según una versión extrema de la tesis- al pueblo vivo con la policía y el Ejército, con la persecución y las cárceles. El Estado español ejerce violencia y coacción, de modo que el terrorismo es la única respuesta posible de un pueblo oprimido a la violencia del Estado dominador.
Lo más interesante es la contraposición entre dos concepciones del Estado que, por resumir, podrían designarse clásica y romántica. Que el nacionalismo es un romanticismo no necesita mayor explicación. Ahora bien, así como el romanticismo surgió como crítica a la Ilustración, determinante de un paralelo menosprecio hacia las instituciones del Estado de derecho clásico y una fuga hacia el irracionalismo y el particularismo, así también es inherente al nacionalismo una cierta desafección a las instituciones democráticas y la legitimación electoral, porque, entienden, el espíritu de un pueblo no se encierra en una urna.
Indudablemente, los actuales Estados modernos europeos responden a la concepción clásica. La versión clásica-ilustrada del Estado de derecho, que personalmente considero una conquista de la civilización, tiene una genealogía cuya descripción contribuye a indagar su esencia. E1 origen se encuentra en el Estado decimonónico, cuando, conforme al ideario liberal, se entendía que la riqueza y el progreso debían confiarse a la iniciativa y espontaneidad de la sociedad y el mercado, y la única competencia del Estado estribaba en garantizar esas condiciones manteniendo el orden público, el orden policial, el orden jurídico, el orden político. De ahí la asociación inmediata del Estado liberal con el Estado-policía, diciéndose que el Estado no es otra cosa que la administración legítima de la violencia. Y por último, la doctrina de Kelsen, teórico del Estado liberal, cuyo entero sistema descansa en la coactividad como cualidad específica y definidora del Estado y del derecho. De acuerdo con el paradigma ilustrado, la construcción de Kelsen desecha de la pureza de su teoría general todo elemento romántico, emocional, histórico, tachándolo de iusnaturalismo. De todos modos, ¿quién pensaba en formar una comunidad con una máquina racional y coactiva?
Este racionalismo radical era posible en una época en que el Estado se inhibía de intervenir en la vida privada de los ciudadanos por considerarlo contrario al dogma liberal. Un Estado coactivo es tolerable si permanece como Estado mínimo. Lo que en cierto momento dejó de ser tolerable fue el Estado liberal mismo. Con sarcasmo, Anatole France decía admirarse de la maravillosa igualdad de la ley, que permite a pobres y a ricos dormir bajo un puente o recoger del suelo un trozo de pan abandonado. Más allá de la igualdad formal, un nuevo sentido de justicia social, y la lucha contra las desigualdades materiales que la abstención estatal consagraba, motivaron en los últimos decenios de este siglo la transformación del Estado liberal en Estado social y democrático de derecho, y la extensión del poder y prestaciones del Estado intervencionista a todos los órdenes de la vida cotidiana. Toda la existencia de un individuo depende hoy de las prestaciones públicas, la luz, el agua, la salud, la educación, la pensión, etcétera. Esta transformación de la realidad no ha dado lugar a una transformación pareja en la teoría política y, sin embargo, no puede dudarse que la concepción clásico-liberal, tal como ha sido descrita, coercitiva en su esencia, resulta insuficiente. La actual dependencia del súbdito al Estado omnipresente es alienante si carece de una identificación emocional con éste.
Por ello considero que la versión clásica del Estado de derecho debe, hoy más que nunca, acoger en su seno algo del pathos y la emoción política del romanticismo. Sería conveniente que este Estado burocrático se vivificase con una teoría sobre el sentimiento constitucional. Esto quiere decir que es necesario fomentar ideas y medidas que favorezcan la adhesión libre y espontánea, no coaccionada, del ciudadano hacia el orden político y las instituciones de su país, invitándole a que vea en ellas la encarnación de tradiciones históricas y del espíritu patrio. Como no es apreciable todavía nada en esa dirección, se explica que la insatisfacción del individuo, y en particular de la juventud, que, ávida de totalidad, reclama esa identificación y ese sentimiento, se oriente hacia los nacionalismos que crecen todos los días.
Para un nacionalista, su país hierve en su historia, su tradición y sus símbolos. En estas condiciones brota con naturalidad el sentimiento constitucional del individuo, que se dirige hacia el lado simbólico, no coercitivo, de la comunidad a la que pertenece. Los símbolos son casi siempre históricos, no se improvisan en un estudio de diseño. De ahí la revisión de la historia que sabiamente han desarrollado los gobiernos nacionalistas.
La Constitución española de 1978 proclama el amparo y el respeto de "los derechos históricos de los territorios forales", pero omite toda mención a la historia o la tradición del Reino y escasean los símbolos españoles: la Corona, la bandera, la capital... Las razones de ello son tan comprensibles como circunstanciales, los años de dictadura franquista y su utilización ilegítima y arbitraria de una imaginería imperial y folclórica. El deseo de romper con el pasado próximo dio lugar a una Constitución en buena medida alejada de todo pasado y de todo símbolo. Falta el elemento emocional integrador. Compensar en época democrática la carencia de sentimiento constitucional se erige hoy, en mi opinión, en la tarea política de nuestro tiempo. En este amplio contexto debe situarse el debate de las humanidades y de la enseñanza de la asignatura de historia que fue suscitada por la comisión presidida por Juan Antonio Ortega y Díaz Ambrona y que tuvo el mérito de atraer la atención general: como la empresa de restauración de símbolos comunes y de la recuperación del pasado, donde esos símbolos cristalizan.
Volviendo al principio, los nacionalistas plantean el problema vasco como una lucha entre símbolo y coacción, entre sentimiento y policía nacional. Sin admitirlo en esos términos, creo que a "nuestra patria común e indivisible de todos los españoles" le falta sentimiento, porque le faltan símbolos, porque le falta pasado. La concepción romántica tiene el peligro de la barbarie y del totalitarismo, pero la concepción clásica-liberal, la del Estado-Máquina, puede llegar a ser social y políticamente disgregadora.
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