Segunda carta a Kenzaburo Oé
Querido Kenzaburo Oé: Encontré fascinante, en su segunda carta , (véase El poder de la inocencia, publicada en EL PAÍS del lunes a 8 de febrero), la manera como usted asocia las teorías del Dr. Satoshi Ueda sobre la rehabilitación de los inválidos, con el proceso creativo del que nacen las novelas y con el singular y traumático derrotero histórico que ha hecho de Japón el país próspero y moderno que es hoy.En cuanto a lo primero, estoy totalmente de acuerdo con usted. En todas las novelas que he escrito, he experimentado algo parecido a ese contradictorio y cambiante estado de ánimo -del aislamiento a la comunicación, de la inseguridad a la desenvoltura, de la depresión al entusiasmo- por el que debió de pasar su hijo Hikari antes de conquistar su plena ciudadanía y su dignidad de ser útil, que usted ha descrito de manera tan conmovedora en A Healing Family. Es verdad que, a diferencia de lo que ocurre con un inválido de carne y hueso, un novelista no tiene mucho que perder si fracasa en su empresa literaria; pero, si acierta, y su obra ayuda de algún modo a sus lectores a vivir, a resistir el infortunio, a sobrellevar los reveses cotidianos, su vocación resulta justificada y, en vez de aislarlo, lo integra a los demás, y lo redime de esa sensación de inutilidad, vacío y perplejidad, que, creo, persigue como su sombra -más en estos tiempos que nunca antes- a quienes dedican su vida a la literatura.
Esta vocación es lo mejor que tengo (la inmensa mayoría de los escritores diría lo mismo, sin duda), ella me ha deparado grandes satisfacciones, y también, por supuesto, algunos dolores de cabeza, pero nunca he sabido explicar su utilidad. Ésta me parece tan evidente como inexplicable. Borges decía que preguntarse si un bello poema o un hermoso cuento servían para algo era tan estúpido como querer establecer, en términos prácticos, si eran necesarios o prescindibles el trino de un canario o los arreboles de un crepúsculo. Seguramente, tenía razón. Pero, el canario no elige trinar, ni dedica su vida a perfeccionar su canto, y detrás de las suaves tonalidades que adopta el cielo cuando el sol se pierde en el horizonte, no hay una voluntad ni una destreza artesanal en acción. Detrás de los poemas y las novelas, sí. Decenas de millones de personas han excluido la literatura de sus vidas y no son por eso más desdichadas (acaso lo sean menos) que aquellas que la frecuentan. ¿Qué dan los libros a los lectores, en premio a su constancia? Mayor intensidad vital, emociones más profundas, una aprehensión más sensible del lenguaje, y, acaso, sobre todo, una conciencia más cabal de las miserias e imperfecciones del mundo real, que siempre resulta pobre, confuso y mezquino, comparado con los hermosos, magníficos y coherentes mundos que crea la ficción. Sospecho que, de esta manera tal vez la literatura contribuya, no a hacer más felices, pero sí menos resignados y más libres a los seres humanos.
A esta bella y misteriosa vocación de escribir que usted y yo compartimos rendí un homenaje en ese personaje de La guerra del fin del mundo que menciona en su carta de manera generosa: el León de Natuba. Supe de su existencia por una furtiva mención, en uno de los innumerables testimonios sobre la guerra de Canudos que consulté cuando escribía la novela. Aquel texto sólo decía de él que, entre los seguidores del Conselheiro, había un ser deforme, natural de la aldea de Natuba, a quien apodaban "el León", y que se distinguía de los otros rebeldes no sólo por sus deformidades físicas; también, porque sabía escribir. A mí me emocionó saber que, en esa sociedad de miserables, los más pobres entre los pobres del Brasil, alzados en los sertones bahianos en una lucha imposible contra una República en la que ellos veían al Diablo, había un colega nuestro, alguien que, armado con un lápiz y un pedazo de papel, libraba también una batalla, solitaria y difícil, para merecer vivir. Y así inventé una historia y una personalidad para ese ser huidizo, que era apenas, para mí, un nombre y un garabatear de signos.
Siento el mayor aprecio por las alarmas y preocupaciones que le merece su país y comprendo que, en su empeño de lograr una paz duradera, luche porque Japón rescinda todo tratado que implique aceptar bases militares y una colaboración militar con cualquier otro país. Después de haber vivido el apocalipsis de Hiroshima y Nagasaki, es comprensible que el movimiento pacifista logre tanto arraigo en su país, y que en Japón la campaña por la abolición de las armas atómicas tenga más dinamismo y popularidad que en cualquier otra sociedad, y cuente con el apoyo de intelectuales tan respetables como usted. Nadie dotado con un mínimo de sentido común podría rechazar su juicio de considerar "abominable" la "decisión de tener armamento nuclear". En términos parecidos califiqué yo, en un artículo reciente, la fabricación de bombas nucleares por India y Pakistán, insensatez que, además de provocar una feroz carnicería en caso de un conflicto armado entre ambos países, constituye un peligrosísimo aliciente para que otros países del Tercer Mundo sigan ese siniestro ejemplo. Y fui también uno de los primeros en criticar las pruebas nucleares en el Pacífico con que inauguró su Presidencia el mandatario francés Jacques Chirac.
Sin embargo, no puede suscribir las tesis de los pacifistas, por más respeto que me merezca el generoso idealismo que las inspira. Creo que todo intercambio de ideas sobre el pacifismo y las armas nucleares, debe partir de una circunstancia concreta, no de una postura abstracta. Estas armas, lamentablemente, están ya allí. Es una desgracia para la humanidad, sin duda, pero esta lamentación no tiene eficacia alguna. Lo importante es actuar de manera realista, tratanto de conseguir objetivos posibles. Es decir, en lo inmediato, frenar la carrera armamentista, impidiendo la proliferación del arma nuclear en los países que aún no la tienen, a la vez que presionar en favor de la progresiva eliminación de los arsenales nucleares de las naciones que los poseen.
Países como el suyo y el mío pueden renunciar de manera unilateral a tener armas nucleares, y, desde luego, deben hacerlo. Pero, reconozcamos que éste es un privilegio del que disfrutan Japón y el Perú debido a que, en el mundo de hoy, el poderío militar atómico está primordialmente concentrado en las potencias occidentales, es decir, en sociedades democráticas. Esto no resta peligrosidad al arma nuclear, por supuesto. Pero sí asegura un mínimo de responsabilidad moral y política a la hora de utilizarla. La prueba es que en el último medio siglo el arma nuclear no ha sido empleada, y ha servido más bien para impedir que el imperio soviético se extendiera, añadiendo más colonias o satélites de los que obtuvo al finalizar la segunda guerra mundial.
¿Qué habría ocurrido si Estados Unidos hubiera renunciado, en nombre del ideal pacifista, a dotarse, en los años cuarenta, de las armas nucleares que Hitler buscaba afanosamente para conquistar el mundo? ¿Y cuál hubiera sido el desenlace de la guerra fría si, en los años cincuenta, sólo la Unión Soviética hubiera tenido misiles nucleares, porque Gran Bretaña, Francia y Estados Unidos renunciaron a fabricarlos en nombre del pacifismo? Mucho me temo que no sólo el Tibet sería, hoy, un país invadido y colonizado por una potencia totalitaria cuyo gobierno, a diferencia de lo que sucede en una democracia, no tiene que dar cuenta a una opinión pública de sus actos, ni subordina su conducta a una legalidad, y goza de impunidad para sus crímenes.
El equilibrio del terror es, desde luego, peligrosísimo, ya que no excluye ni los accidentes ni las iniciativas insensatas de algún dictador enloquecido y megalómano. Por ello, es indispensable obrar, por todos los medios a nuestro alcance, en favor de la gradual y sistemática destrucción de todos los arsenales nucleares existentes, y por una vigilancia internacional destinada a impedir que, en el futuro, renazcan. Esta política, con todos sus riesgos, me parece menos peligrosa que la de pedir a las potencias democráticas que destruyan sus arsenales motu propio, como un ejemplo que el resto del mundo debería seguir en aras de la paz mundial. Recuerdo, a este respecto, un ensayo de George Orwell sobre el pacifismo, que me impresionó mucho. Decía en él que la no-violencia de Ghandi triunfó en la India porque se ejercía contra una potencia colonizadora como Gran Bretaña, a cuyo gobierno las costumbras políticas, las leyes y la opinión pública sólo permitían ejercer la brutalidad contra los colonizados hasta cierto límite. Estos límites no existen para los regímenes autoritarios o totalitarios, que pueden cometer verdaderos genocidios sin ser cuestionados. No es necesario regresar hasta Hitler, Stalin o Mao en busca de ejemplos. En nuestros días, los doscientos mil muertos resultantes de las limpiezas étnicas de Bosnia no han debilitado un ápice la dictadura de Milocevic, y todo parece indicar que los crímenes que en la actualidad comete en Kosovo más bien la apuntalan. El pacifismo presupone que aquel gobierno o adversario contra el que se lucha comparte ciertos valores de decencia humana y responsabilidad moral con los pacifistas. La historia contemporánea nos muestra, por desgracia -en África, en Asia, en América Latina y en el mismo corazón de Europa-, que aquella suposición es ilusoria.
En su carta anterior , me preguntaba usted por la opinión que en el Perú se tiene de Japón y de las empresas japonesas, y yo no alcancé a responderle. Lo hago ahora. Pero, no en nombre de todos mis compatriotas -jamás me he sentido portavoz de alguna colectividad y siempre he desconfiado de los que creen serlo-, sólo en el mío propio. Tengo una gran admiración por la manera como el pueblo japonés, luego de la devastación en que quedó el país al finalizar la guerra, pudo levantarse de sus ruinas, sacudirse de la tradición autoritaria que gravitaba sobre él con tanta fuerza, y convertirse en uno de los más prósperos y modernos países del mundo. Que esta modernización tuvo un alto precio, y que ha causado traumas en la sociedad, lo sé de sobra, gracias a quienes, como usted, lo han descrito con lucidez y sutileza. Y tampoco me cabe duda que el sistema democrático adolece también, en Japón, de taras e imperfecciones que lo minan, empezando por la corrupción. No hay duda de que la sociedad japonesa es menos abierta de lo que parece y que su desarrollo industrial sufre, al menos en parte, por ello, la crisis que atraviesa.
Pero, aún así, con todas las críticas que merezca, la historia japonesa de los últimos cincuenta años es una verdadera gesta pacífica ejemplar para los países pobres y atrasados de este mundo, una prueba palpable de que, con voluntad, disciplina y trabajo, un país puede romper las cadenas del subdesarrollo, progresar y garantizar unas cuotas mínimas de trabajo, legalidad, seguridad y libertad al conjunto de sus ciudadanos. Aunque nos separen muchos miles de millas marinas, Japón y el Perú son países vecinos. Porque se miran allende el Pacífico, y porque, desde fines del siglo pasado, muchas familias japonesas emigraron a tierra peruana. Gracias a su empeño, surgió una agricultura de alto nivel en la región costeña, al norte de Lima. Esos peruanos de origen nipón, fueron objeto de vejámenes y abusos innobles durante la segunda guerra mundial; sus propiedades, expropiadas, y algunos, enviados a campos de concentración en los Estados Unidos. Pese a ello, la mayoría regresó a una tierra que era ya tan suya como del resto de las familias y razas que pueblan el Perú, un país al que, tanto en el campo cultural como económico y profesional, la comunidad de origen japonés ha enriquecido notablemente. Le ha dado, incluso, un Presidente, el ingeniero Fujimori Fujimori, a quien, como sin duda usted sabe, yo critico con severidad. No por su origen japonés, desde luego, ni por haber ganado las elecciones de 1990 en que ambos competimos, como quieren hacer creer sus validos. Sino, por haber destruido, en abril de 1992, la democracia que teníamos, amparado en la fuerza militar. Nuestra democracia era imperfecta, sin duda, pero, ahora, en vez de ello, tenemos un régimen autoritario, que ha abolido la legalidad, manipula la información, comete los peores abusos contra los derechos humanos y fomenta la corrupción en la más absoluta impunidad. Los peruanos, que, en algún momento, apoyaron este liberticidio creyendo que una dictadura podía ser más eficiente que una imperfecta democracia, están pagando hoy amargamente su error en unos niveles de desempleo, pobreza y violencia callejera sin precedentes en la historia peruana.
Esta carta se ha alargado demasiado y debo ponerle fin. Pero, no sin antes agradecerle una vez más este intercambio de ideas y reiterarle mi admiración por su obra literaria, en la que el talento creativo y la limpieza moral van de la mano, y por su compromiso cívico, que nos ha dado tantas buenas lecciones de responsabilidad y sensatez a sus lectores.
Un cordial abrazo y la amistad de Mario Vargas Llosa.
© Mario Vargas Llosa, 1999. © Derechos mundiales de prensa en todas las lenguas reservados a Diario El País, SA, 1999.
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