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Tribuna
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Un antiguo ordenador

Últimamente no hablo más que con apocalípticos, en especial apocalípticos de la informática. Espero que sólo sea una mala racha, pero no me los quito de encima. Yo comprendo que este mundo del ordenador, las autopistas de la información y el frenesí internético ha de tener fanáticos y agoreros, como todos los inventos. En realidad, son lo peor de todos los inventos. Algo semejante debió de ocurrir con el teléfono o la electricidad y aquí estamos todos, incapaces de movernos sin aplicar el dedo a la tecla o al interruptor.También sabemos que los viejos pensadores del siglo de la Ilustración profetizaron que la información acabaría con la injusticia en el mundo y hoy podríamos decir que la extensión de la información parece habernos hecho, simplemente, más insensibles a la injusticia. ¿Es así? Y sobre todo: ¿se debe al acceso constante a la información? El apocalíptico, que ve las nuevas vías de comunicación global como una especie de anestésico que nos inmuniza ante cualquier horror (matanzas, ejecuciones, hambrunas, catástrofes) contemplado mientras hacemos la digestión ante el televisor, sostiene que lo peor de esos codificadores del saber que son los ordenadores nos convertirán en una suerte de inútiles, en unos seres dependientes de discos que contienen todo el saber mientras nosotros vaciamos nuestras mentes en esa especie de vertederos que nos esclavizarán para siempre.

Tampoco son mancos los fanáticos. Recuerdo una vez en que hablando con el encargado de una sección comercial de una empresa, ante una observación mía a propósito de unos resultados que arrojaban sus ordenadores, tras discutir brevemente, me dijo con irritación: "Mire usted, las máquinas no se equivocan". Y yo, que tengo lo que los franceses llaman esprit de l'escalier, por una vez salté sobre mi defecto y le contesté intrépidamente: "Tiene usted razón; los que nos equivocamos somos los humanos. Por eso somos superiores a las máquinas". Y el tipo se me quedó mirando con el recelo cerril de quien sospecha haber sido batido pero no alcanza a saber cómo ni por qué. En fin, no sé quién es peor, si el que pone en el ordenador la cumbre de todo desarrollo humano o el detractor que se las da de humanista ofendido por la deshumanización de la especie bajo el desarrollo tecnológico.

Todo lo cual me trajo a la memoria una luminosa conversación con Emilio Lledó, en la que, a propósito del sentido de la memoria personal y de la memoria colectiva, me recordó un pasaje del Fedro de Platón que se refiere a la invención de la escritura. Sócrates cuenta, al final del Fedro, cómo Theuth, uno de los antiguos dioses, mostró a Themus, rey de Egipto, todas sus artes; y cuando llegó a las letras, es decir, a la escritura, Theuth dijo de ella que haría "más sabios y más memoriosos a los egipcios, pues se ha inventado como un fármaco de la memoria y de la sabiduría". Themus, entonces, alegó que semejante invención "es olvido lo que producirá en las almas de quienes la aprendan, al descuidar la memoria, ya que, fiándose de lo escrito, llegarán al recuerdo desde fuera, a través de caracteres ajenos, no desde dentro, desde ellos mismos y por sí mismos". La escritura era, para Themus, un codificador ajeno a la memoria del hombre y, al fiarse de ella, éste perdería su cualidad de sabio, pues la única sabiduría posible era la almacenada mnemotécnicamente en la cabeza. El saber, pues, estaría fuera del hombre y éste se convertiría en alguien incapaz de valerse por sí mismo.

Hoy estamos pasando lo que sabemos a un codificador: a la memoria de un ordenador. Este diálogo platónico se escribió en el 370 antes de Cristo. Hoy, en 1999, sabemos lo que ocurrió con la escritura respecto al saber del hombre. Aquel antiguo ordenador, la escritura, que al objetivarse en caracteres parecía arrancar al hombre la sabiduría que, hasta entonces, se encontraba dentro de él, nos ha traído hasta aquí. Por fortuna, seguimos almacenando saber. El problema mayor de los códigos no es la mecánica de los códigos, es saber hacer uso de ellos. Por eso seguimos avanzando.

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