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"Corrí hacia la libertad sin pensar en el dolor ni en la fatiga"

Ramón Lobo

"Sabía lo que era la inquietud, pero ahora he conocido el miedo", asegura Luis Pérez Hernández, el misionero javeriano español de 46 años secuestrado por la guerrilla el 12 de enero en Freetown. Ayer, a las diez de la mañana, logró alcanzar, junto a otros cuatro misioneros y el arzobispo de la capital de Sierra Leona, Joseph Ganda, la primera línea de combate de las fuerzas africanas de interposición (Ecomog), en el barrio de Kissy. "Ha sido un milagro, aún no me lo puedo creer", dice aspirando un cigarrillo rubio. "Corrí hacia la libertad sin pensar en el dolor ni la fatiga".

Vestido con la misma ropa caqui del día de la captura, ahora sucia, con barba desordenada y con un fuerte dolor en la espalda por un golpe, su gran preocupación son las seis monjas y los dos italianos aún cautivos. Los misioneros no fueron liberados: lograron escapar en un descuido de sus guardianes del Frente Revolucionario Unido y pasaron dos días y medio escondidos, cambiando de casa por las noches y protegidos por la población civil para no ser apresados de nuevo.

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Ayer, antes de alcanzar las líneas de Ecomog, cuando se hallaban a menos de un kilómetro de ellas, se toparon con un grupo de rebeldes. "No eran más de seis u ocho", asegura Mario Guerra, un italiano que llevaba secuestrado desde el 15 de noviembre y al que obligaron a recorrer todo el país en la ofensiva sobre la capital. "Los rebeldes, al vernos, empezaron a gritar: "¡Los padres, los padres!". Y cada uno de nosotros huyó en una dirección", dice Luis Pérez, mientras sorbe una taza caliente de café. "Yo me caí al suelo, di dos o tres vueltas de campana, creí que no me podría volver a levantar. Pero la gente, que se ha portado de forma maravillosa, me animó a seguir", dice con una sonrisa. "La gente de esa zona de Kissy nos rodeó y nos escondió en una vivienda. Había muchos tiros. Algunos de los civiles se organizaron en un grupo y atacaron a los rebeldes con palos y piedras", prosigue el misionero español. "Al cabo de un rato, nos dijeron que podíamos abandonar ese escondrijo, y corriendo como unos locos alcanzamos las líneas de Ecomog". La escapada se inició el miércoles. Fue una mera casualidad. El grupo del RUF que tenía a los misioneros y a las seis monjas estaba también al cuidado de los presos liberados de la cárcel de Freetown en el asalto del 6 de enero. "Nos trasladaron a otra casa en la noche del miércoles, porque la anterior se había vuelto muy insegura al estar cerca del frente", recuerda Pérez Hernández, "pero al llegar a ella, el capitán que mandaba ese grupo tampoco la consideró aceptable. Había muchos bombardeos de granadas de mortero en los alrededores. Nos ordenaron subirnos a los coches, pero no nos dio tiempo, arrancaron sin nosotros".

Al verse abandonados, los cinco misioneros y el arzobispo Ganda se escondieron en la casa a la que iban a ser trasladados. Su dueño, Sony Héroe, les refugió y les propuso un trato: "Yo también quiero salir de Kissy. Os ayudo y me ayudáis". Todos aceptaron. Sony les subió a su todoterreno y arrancó a toda velocidad. "Nuestra idea era intentar llegar a la capital a través de la foresta, pero se nos reventó una rueda", dice Pérez Hernández. Cuando intentaban reparar el neumático se les acercaron dos grupos pequeños de rebeldes, de cuatro o cinco guerrilleros cada uno. Sony se fue rápido hacia los rebeldes y les dijo con voz de mando: "Esta gente está a mi cargo". Los hombres, cegados por la noche, ni siquiera se acercaron a comprobar las identidades y les dejaron marchar.

Tras la avería, el miércoles por la noche, los misioneros y Sony, junto a otros habitantes de Kissy, que les ayudaron se escondieron hasta el amanecer. "Por la mañana, el obispo Ganda garabateó una nota para Ecomog, en la que les decía que estábamos allí. Pero pasaron las horas y los soldados nigerianos no venían a buscarnos. Entonces decidimos salir. Estábamos cerca, a un kilómetro de sus líneas". Acompañados de Sony, Sheke e Ibrahim y unos rosarios de plástico al cuello, comenzaron a avanzar por las calles. "Todo estaba destruido. Los rebeldes queman todo, había algunos muertos tirados", dice el sacerdote javeriano. Poco después, protegidos por un Fuenteovejuna popular, alcanzaron la libertad.

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