_
_
_
_
_

Los rebeldes dejan un rastro de mutilados

Los milicianos del RUF cortaron pies y manos a cientos de civiles antes de abandonar Freetown

Ramón Lobo

Los civiles del barrio de Kissy pagaron cara la sangrienta conquista del puerto de Freetown, ocupado el jueves por las fuerzas africanas de interposición (Ecomog). En su retirada, los rebeldes del Frente Revolucionario Unido (RUF) mutilaron a cientos de ellos. Varones, mujeres, niños o ancianos emergieron de sus casas con las manos, los dedos o los pies cortados con hachas y machetes, tiroteados en las piernas o en los testículos. Un camión repleto de heridos llegó por la mañana a uno de los cuarteles de Ecomog. Los cortes eran muy reciente, pues la sangre estaba fresca. En sus rostros no había expresión; sólo miradas extraviadas. Ni un quejido; sólo un silencio plomizo. "¿Cómo vamos a negociar con hombres que son capaces de hacer esto?", gritó ante esa manifestación del horror Julius Spencer, ministro de Información del Gobierno de Sierra Leona. "La única solución es la militar, acabar con ellos".Al cabo de unos minutos, el camión arrancó despacio, bamboleándose. "Se los llevan a Connaught, pues el hospital militar se halla repleto", comentó el teniente coronel Chris Olukolade, portavoz de Ecomog. Una vez allí, varios médicos que desde el jueves acompañan al cirujano Johnston-Taylor acudieron a la puerta con andrajosas camillas de campaña de color marrón. En un pasillo angosto y oscuro los heridos fueron colocados en el suelo, sobre bancas de madera, sillas de metal o en el mostrador curvado de la recepción. Es la zona de urgencias.

Más información
"Hemos tenido mucha suerte"
"Corrí hacia la libertad sin pensar en el dolor ni en la fatiga"

Mientras que dos enfermeras se afanaban en desinfectar sus heridas, Sete, de 24 años, se miraba incrédulo una y otra vez la mano convertida en un muñón. En la habitación de curas hay dos camillas de las que gotea la sangre hasta el suelo formando un charco. "No sé si podré volver a mi casa, los rebeldes me la quemaron", musita Sete en una mueca de dolor.

David, el más grave de los que arribaron al hospital, se muerde el recuerdo y unos labios belfudos que le cuesta mover. Él ha tenido peor suerte que Sete. No tiene manos, ninguna de las dos. "Llegaron a la casa donde estábamos escondidas 60 personas. Los rebeldes entraron, robaron algunas cosas y se marcharon. Pero regresaron por la mañana. Nos obligaron a salir a la calle, a ponernos en fila. Allí, nos golpearon e insultaron. A mí me forzaron a colocar un brazo sobre la acera y me lo cortaron con un hacha. Uno de ellos me lo ofreció. Después me cortaron el otro. "Y ahora vete a ver a Shepildi " me dijeron". Cerca está Giloma, tiene 23 años, cinco menos que David. También es un varón. Lleva los dedos de la mano derecha colgando. En el fondo de sus heridas se divisan las falanges. Debe sufrir mucho, pero no se queja. "Me sacaron de mi casa a las seis de la mañana, me pidieron dinero y como les dije que no tenía, me los cortaron con un machete, pero al menos estoy vivo".

A los más graves, los trasladan en parihuelas a una de las salas comunes. A los otros, los envían a la calle. Algunos tratan de alcanzar casas particulares antes de que comience el toque de queda a las tres de la tarde. Otros, como Williams, van a una clínica privada para mendigar unas pastillas contra el espanto. Joe, voluntario sierraleonés de Médicos Sin Fronteras, con una caja repleta de algo que parece Betadine exclama: "Pertenece a nuestro almacén, pero éste se empieza a agotar".

"La situación es desesperada. Necesitamos medicinas, alimentos y tiendas. Esas son las tres prioridades", dice el ministro Spencer en traje de camuflaje. El jueves mantuvo una primera reunión con funcionarios de la ONU y de Unicef, para acordar un sistema de socorro urgente. "La primera ayuda podría empezar a llegar en pocos días", añade.

Únete a EL PAÍS para seguir toda la actualidad y leer sin límites.
Suscríbete

El general Shepildi, jefe de Ecomog, exclamó: "El puerto ya es seguro, pero no todas las ONG podrán regresar a trabajar a Sierra Leona". Acusa a alguna de ellas de haber colaborado con la guerrilla. Las organizaciones lo niegan.

Mientras, ajeno a los enredos de la política, el niño Mohamed, de cuatro años, lagrimotea en un camastro tirado en el suelo del hospital de Connought. Tiene una herida de bala en la pierna izquierda. Su madre, Famata, de 23 años, le consuela con un caramelo regalado. No lejos de ahí, Liabum se cura de su mala hora. A ella le dieron un machetazo en la vagina. Ronda los 45, ha tenido 16 hijos, de los que sólo le sobreviven seis. "Espero poder verles de nuevo, no sé qué ha sido de ellos".

Regístrate gratis para seguir leyendo

Si tienes cuenta en EL PAÍS, puedes utilizarla para identificarte
_

Archivado En

Recomendaciones EL PAÍS
Recomendaciones EL PAÍS
Recomendaciones EL PAÍS
_
_