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Tribuna
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Galimatías

En la carpeta de agravios al idioma con que intento comunicarme con mis compatriotas guardo un artículo, publicado en este periódico por su colaborador, eminente escritor y crítico literario Miguel García-Posada. Fue en 1977, y, entre otros argumentos suscribibles, echaba un cuarto a espadas sobre los topónimos de las autonomías, cuando son empleados en medios de comunicación del resto del país.No entra en cuestión que los habitantes de esas comunidades -y la vasca, en dosis escalofriantes- llamen a sus cosas en la lengua que les es propia; más discutible es que desarraiguen la denominación perenne de las indicaciones en los servicios públicos, la nomenclatura de sus pueblos y las orientaciones para los viajeros de distintos orígenes, cuando todo ello puede coexistir. Los jugadores y los entrenadores de fútbol -esos seres que pasan meteóricamente por los clubes y cuyo destino está en los pies de sus pupilos- aprenden el español con un ojo práctico quizás puesto en el mercado americano y un sentido realista de la comunicación. Puede que haya excepciones.

Recuerda García-Posada que el Congreso de los Diputados -ese denso complejo inmobiliario que cae cerca de la plaza de Neptuno, casi enfrente del hotel Palace, para mejor ubicación- sancionó la denominación oficial de las viejas provincias, Lérida y Gerona, que han pasado a llamarse oficialmente Lleida y Girona, y de esta manera lo pronuncian y escriben los medios. En el noroeste, con el consenso de los dichos empleados de la patria, sin que conste que se suscitara la menor discrepancia, se han incrustado las apelaciones de Ourense y A Coruña, dejando injustamente preterida a la hermosa región de Lugo, que sus habitantes denominan Lujo.

Locutores audiovisuales y algunos medios escritos, ajenos a aquellos territorios, ponen énfasis -porque se lo mandan, supongo- en evitar la pronunciación en el acreditado y difundido idioma español, destacando las mujeres y hombres del tiempo al transmitir los datos cotidianos que facilita el Instituto de Meteorología.

Ignoro si ello proporciona verdadera satisfacción a los gallegos, catalanes y vascos, lo que en sí vendría a justificarlo. Entre mis numerosos amigos de estas regiones -incluso algún catalán residente en Madrid, hay muchísimos- son escasos los que incluyen en el diálogo el "A Coruña" o el "Lleida". Lo que cabría calificar de gentileza desde la capital del Reino no tiene, en absoluto, correspondencia. Un catalán, en tribuna pública, nos dejará desconcertados e intrigados al referirse a Osca o a Lleó cuando menciona a las ciudades de Huesca y León. Afortunadamente, viene ahorrado en las televisiones denominar Bilbo a Bilbao, porque no deja de sonar raro. Es aburridamente manido el ejemplo de London o Firenze para que insistamos. En verdad resulta mucho más llevadero en la práctica, ya que el supuesto problema diferencial lo es sólo oficiosamente. Dirigir la palabra a un nativo, con el debido respeto imprescindible en cualquier caso, tendrá siempre contestación adecuada y también cortés, o casi siempre. El truco está ahí.

Con ocasión de los recientes cataclismos que han asolado los países de América Central -sólo son noticia cuando algo malo les ocurre- hemos escuchado el señorial lamento de los maltratados indios, a quienes el tornado arrebató absolutamente todo, salvo la dignidad y la palabra. ¡De qué forma, despaciosa y precisa, expresan la magnitud de su desdicha! Cualquiera de ellos podría improvisar una crestomatía castellana con la mayor sencillez. Allí el idioma viene transferido, en su inicial pureza, de los padres a los hijos, sin intermediarios, desde hace más de 500 años. Señalemos lo que parece otro lugar común: las mejores plumas de la literatura contemporánea son las de unos cuantos escritores de aquellas tierras, que incorporan, con desenvoltura, novedades, precisamente para escribir asuntos novedosos como accesorios enriquecedores.

Sustituir un vocablo acreditado por otro extraño y similar, además de una tontería, es dilapidar un bien que tenemos la obligación de conservar y transmitir. Hablando se entiende la gente, es un sabio precepto, siempre que lo hagamos de forma inteligible. Cada cual con su lengua, y el castellano es de todos.

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