Problema constituyente
No hay ninguna sociedad que pueda convivir pacíficamente de forma indefinida si no tiene una respuesta generalmente aceptada al interrogante ¿dónde reside el poder? Ésta no es una cuestión "académica" que nos interesa de manera particularmente intensa a los constitucionalistas. Es la cuestión más práctica de todas las que se pueden plantear en la convivencia humana. El poder constituyente es el presupuesto de nuestra condición de ciudadanos. Los individuos sólo nos convertimos en ciudadanos, es decir, en titulares de derechos en condiciones de igualdad, porque -y en la medida en que- participamos en el ejercicio del poder constituyente. Por eso la igualdad en la que descansa nuestro sistema político y nuestro ordenamiento jurídico no es la igualdad "natural", sino la igualdad "política". Iguales en España somos los españoles. En Francia, los franceses. Y en Alemania, los alemanes. Quienes no lo son no son titulares de derechos en las mismas condiciones en que lo somos los españoles o lo son los franceses o los alemanes. Y no lo son porque no han participado en el poder constituyente. El principio de legitimidad democrática, que es el único aceptado en el día de hoy como fundamento de una convivencia civilizada, no puede ser articulado técnicamente si no es a través del poder constituyente. Ésta es la razón por la que cualquier contencioso o incluso cualquier ambigüedad, por mínima que pueda al principio parecer, respecto de la titularidad del poder constituyente permite que cualquier problema que se plantea en nuestra vida en sociedad tenga una respuesta "política". La no coincidencia, por el contrario, impide, o al menos dificulta, que tenga una respuesta política y conduce a que el problema tienda a degenerar en un enfrentamiento "civil". No por casualidad la historia de España ha sido la que ha sido. Incluso en el país que mejor pudo iniciar la construcción de su organización política, Estados Unidos, la no coincidencia en la definición de la titularidad del poder constituyente sólo pudo ser resuelto a través de una espantosa guerra civil. Y los ejemplos que pueden ponerse de otras latitudes y de otros momentos son todavía peores. La evidencia empírica de que disponemos indica que quienes suscitan la cuestión de la titularidad del poder constituyente desempeñan el papel de aprendices de brujo. Esto es lo que viene ocurriendo en el País Vasco desde la primavera pasada, cuando el anterior lehendakari hizo pública la alternativa bautizada como "plan Ardanza". Desde entonces se ha avanzado a pasos agigantados en esa dirección. En el País Vasco especialmente. Pero no sólo en el País Vasco. El "ámbito vasco de decisión" es un ataque frontal al principio de legitimidad democrática expresado en el artículo 1.2 de la Constitución: "La soberanía nacional reside en el pueblo español, del que emanan los poderes del Estado", y a la definición constitucional de la estructura del Estado, contenida en el artículo 2, a través de la combinación del principio de unidad política del Estado con el reconocimiento del derecho a la autonomía de las nacionalidades y regiones que integran España. Estos dos artículos son la Constitución española. Todos los demás no son sino desarrollos de estos dos. Sin el 1.2 y el 2 el resto de la Constitución carece de fundamento y se vendría abajo como un castillo de naipes. En esos dos artículos está expresado el compromiso político que ha hecho posible la construcción del Estado social y democrático del derecho bajo el que hemos convivido estos 20 años. Con ellos se puede seguir avanzando en esa dirección. Sin ellos no es posible. La combinación de un ámbito de decisión español con ámbitos de decisión vasco, catalán, gallego, andaluz..., mediante el principio de separación competencial, ha sido la fórmula de nuestra convivencia. Jurídicamente, esa fórmula se ha expresado a través de la Constitución y los Estatutos de Autonomía. Y esa fórmula exige el reconocimiento de un poder constituyente único residenciado en el pueblo español. El ámbito de decisión exclusivamente vasco no es compatible con ello. No creo que sea compatible con ninguna fórmula de las conocidas en el derecho comparado que no sea la independencia. Si tiene que ser así, que así sea. Pero sería bueno que no nos llamáramos a engaño.
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