Un año de transiciónJOSEP RAMONEDA
Pasqual Maragall regresó de Roma para predicar la buena nueva, con la duda de si Cataluña quería o no quería cambiar. Jordi Pujol renovó las promesas del bautismo catalanista como hace siempre que se avecina periodo electoral. De momento, no todos los llamados tienen noticia de la buena nueva de Maragall, que se da a pequeñas dosis a grupos de escogidos repartidos por todo el territorio catalán. Hay varias interpretaciones de los silencios de Maragall. La malintencionada la ponen sus rivales: no tiene nada que decir. Hay, sin embargo, quien sospecha que Maragall se está dejando arrastrar por el principio de la política posmoderna que afirma que cuantas menos ideas se aporten más posibilidades hay de ganar las elecciones. Otros más sutiles dicen que dada la enorme diversidad de los grupos sociales que hay que convocar para que el cambio se realmente posible, es mejor no hacer manifestación explícita de la buena nueva para que cada cual pueda imaginársela a su gusto y circunstancia. El riesgo de hablar es provocar rechazo en los sectores fronterizos de la clientela potencial. Y ante la duda, de momento, silencio. El riesgo del silencio es que por acumulación acaba haciéndose estrepitosamente sonoro. Pujol, a lo suyo. A lo de siempre. Después de la ley del catalán, las selecciones nacionales. Repartir alpiste espiritual por el país confiando en despistar al personal de las cuestiones concretas: del mal gobierno. Si el truco ha funcionado tantas veces, ¿por qué no ha de funcionar ahora? El problema de los trucos es que tarde o temprano se acaban descubriendo y, de golpe, desaparece toda la magia. Con los dos tenores preparándose para la cita con métodos de entrenamiento manifiestamente distintos: uno hablando poco, otro hablando demasiado, 1998 para Cataluña ha sido un año de transición. Del Foro Babel al club Arnau de Vilanova, de Catalunya demà a Catalunya siglo XXI, de la Fundación Barcelona al manifiesto del PSC, sin olvidar la Declaración de Barcelona que abrió el nuevo ciclo de conciertos de Galeusca, en este año de transición han proliferado los manifiestos, declaraciones, documentos y libros que expresan un cierto malestar de la nación. Y por si faltaban argumentos para la inquietud, el alarde de incompetencia que la Administración hizo en los incendios del pasado verano, el catastrófico hundimiento de un barco en el lago de Banyoles, las dos horas que Telefónica tuvo a la ciudad de Barcelona sin teléfonos de emergencia y la eterna cuestión de los peajes de las autopistas, encabezan una lista de hechos y polémicas que confirman, por razones distintas, que este país no siempre funciona ni está a la altura de su pretensiones. Se ha roto el tabú de la lengua y se ha visto, en contra de los pusilánimes profesionales de la prudencia, que también de la cuestión del catalán y del castellano se puede hablar sin que la sociedad se resquebraje. Hay divergencias sobre las razones del malestar: unos insisten en que es España la que no nos deja vivir y otros persisten en señalar con el dedo a una cultura nacionalista excluyente. Pero, incluso en sectores del propio nacionalismo, crece el rechazo al victimismo, que da una imagen ajada de un país que quiere ser moderno, y se plantea la revisión del camino seguido en los últimos años. Aunque el diálogo prende muy lentamente, porque estamos todavía en fase de declaraciones de principios, crece la conciencia de que el nacionalismo no puede ser la coartada que todo lo engulle, todo lo justifica, todo lo perdona. El nuevo mito es Europa, entendida como futuro lugar político en el que resolver, por elevación, los insuperables recelos entre hispánicos. Un mito que redime la mitad cosmopolita de la conciencia de los sectores más leídos y viajados del nacionalismo catalán. Y, sin embargo, los hechos que más pesaron sobre Cataluña en el 1998 vinieron del exterior. La tregua anunciada por ETA en septiembre ha marcado el año político y ha dejado a Cataluña en un incómodo segundo plano. Todo se interpreta en clave vasca. A la luz de la tregua, los tres conciertos del nuevo Galeusca adquieren otro significado, en una meditada escenografía de preparación de la Declaración de Lizarra, orquestada por el PNV. También a Pujol la tregua le cogió con el pie cambiado y entró en un periodo frenético de declaraciones y contradeclaraciones. Se subió con precipitación al tren de la tregua, pero en pocas horas bajó para evitar la imagen de ventajista. Desde entonces ha hecho repetidos viajes de ida y vuelta entre la autodeterminación y la lealtad constitucional, en algún caso a velocidad de vértigo. Por lo demás, los catalanes que habían confiado sus ahorros a la bolsa descubrieron en sus propias economías las consecuencias de la globalización. Y quizá aprendieron que, como dice Manuel Castells, el Frankenstein que debía atraparnos en su laberinto no tiene aspecto de hombre, sino que es una realidad virtual llamada mercados financieros, que entre los dineros de todos se ha creado y que nadie sabe controlar. También del mundo globalizado vino una gratificación para la conciencia democrática. La inesperada detención de Pinochet dio pie para que los entusiastas de la globalización argumenten que si el mundo es un pañuelo será más fácil actuar contra los que no respetan las reglas del juego. Una promesa que será motivo de esperanza o de preocupación según se responda a esta pregunta: ¿Quién determinará en el futuro las reglas del juego? El año próximo, Cataluña deberá decidir entre mantener las estructuras de poder existentes o seguir los impulsos de cambio y renovación. Si lo que se plantea es renovar el modelo catalán para estar a la altura de las circunstancias, ninguna cuestión nos es ajena, empezando por ésta: ¿tendremos voz en el mundo que viene?
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