Ermitaños
Cuenta Manuel Vicent, y quizá porque él fue testigo, que el pintor tinerfeño Cristino de Vera sufrió al cumplir cuarenta años la primera crisis de su vida: caminaba confiado por un paso de peatones de la calle Goya, en Madrid, y en mitad de la calzada observó con espanto que se le había encendido la luz roja; para esquivar el peligro emprendió una carrera al final de la cual descubrió, con pavor, que otro hombre que le doblaba la edad le observaba con el mismo rostro desencajado de quien está al final de una huida, alborotado y pálido, final: era él mismo. Veinte años más tarde, ese mismo Cristino de Vera enviaba a sus amigos la postal de un esqueleto: así seré, no celebraré más cumpleaños; el tiempo toca a su fin, no somos nada, sino tiempo, pasado. De madrugada, durante años, ha llamado a médicos cercanos para auscultarse por teléfono, y siempre ha tenido cerca la memoria de sus muertos para explicarse la similitud de sus sucesivos síntomas.Hipocondriaco lúdico, porque de ello ha hecho también broma y leyenda, Cristino ha vivido haciendo encuestas, sobre su felicidad y sobre la de los otros; ahora tiene 68 años y las sigue haciendo. En un paso de peatones como ese de Goya que señala Vicent paraba a transeúntes: ¿es usted feliz?, preguntaba, y a las taquilleras asustadizas de los años cincuenta, cuando vino a vivir a Madrid, les inquiría como un periodista: ¿qué recuerda usted al final del día? Y luego él ofrecía las respuestas como si explicara el existencialismo: "Y las taquilleras decían siempre: "bocas, bocas; recuerdo bocas, fila doce, fila trece".
Vivió durante años como un ermitaño, y ese calificativo de eremita que le adjudicó el profesor Juan Manuel Bonet de Abc el pasado martes le va como una orla al relato de su vida, y se refleja sobre todo en la calidad íntima de la pintura por la que el lunes último le otorgaron el Premio Nacional de Artes Plásticas; la soledad, que fue también una soledad espiritual y seca, absoluta y casi suicida, hasta que apareció en su vida para siempre Aurora Ciriza, su compañera, ha sido un signo exterior de su pintura, pero en el interior de sus cuadros habitó siempre una búsqueda alocada y perpleja por darle la mano al otro misterioso, a ese personaje que acaso una vez fue cierto que se le apareciera con su rostro de ida y vuelta al término del riesgo que supone caminar por la vida.
Los periódicos, y las palabras, están llenos de hipérboles, pero aquí no hay ninguna: quien toca a este ermitaño toca a un artista, como una vez pensó uno que eran los artistas. Semana de ermitaños. A pesar de que su oficio de actor le asocia al glamour, este Fernando Fernán-Gómez que el jueves fue elegido como académico de la Lengua es también un ermitaño, un ser solitario que a veces saca del genio de su figura la estampa anarquista que le habita para ser él mismo, ajeno a ese universo de luces y fluorescencias que rodea el trabajo que eligió. Una vez recibió una postal, con un cuento: de este cuento, le decían, podrías ser el autor, el director, el principal actor e incluso el apuntador. Lo ha sido todo en el escenario de la vida de los actores, y no sólo ha dirigido y actuado con acierto, sino que ha supuesto un acicate para los que le han mandado: es inquisitivo y lúcido, y es capaz de obligar, con su silencio, a fabricar dudas que mejoran siempre la explicación ajena. Dicen que cuenta muy bien, en tertulia, porque declara antes que nada su desconocimiento, para envolver en seguida a todo el mundo con el relato de experiencias sobre las que sabe pelos y señales. Es metódico: no se refugia en lo primero que oye, sino que pregunta y pregunta, como si quisiera de los demás mayor inteligencia, un rigor superior. En sus memorias, El tiempo amarillo, que Debate acaba de publicar, aparece sólido ese Fernán-Gómez respetuoso con la inteligencia como forma superior de la palabra, y a ese ser humano que hizo de la palabra -y del silencio, que es su primera consecuencia- su profesión y su vicio es a quien ahora acogen los académicos en su seno.
La última imagen cinematográfica de Fernán-Gómez, haciendo El abuelo de Galdós y de Garci, es la que le precede antes de este acontecimiento académico; el cine es literatura, una gran literatura, y la palabra del cine tiene en este narrador magnífico de aventuras propias y ajenas un extraño, poderoso, singular protagonista, que a veces abre la puerta de su ermita, refunfuña un poco, abrasa (y abraza) con los ojos, y después se encierra a pensar, a que no le cuenten tonterías. Luego sale más inteligente, para hacer también más inteligente la vida; el silencio es su alimento; por eso habla, y escribe, tan bien.
Babelia
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