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Españoleando con la historia de la Academia

Si suscribiéramos las palabras de J. Ortega Spottorno, que "todos los nacionalismos son reaccionarios aunque se presenten con careta progresista" (EL PAÍS, 24-11-98), en tal caso el libro España. Reflexiones sobre el ser de España, que acaba de recibir el Premio Nacional de Historia, habría que calificarlo como reaccionario, y esto doblemente porque ni se disimula el nacionalismo españolista, ni apenas aparecen unas pocas páginas en que se encuentre ese progresismo con que también se podría adobar. En efecto, la obra publicada por la Real Academia de la Historia defrauda en su conjunto y quizás no sólo por el sustrato nacionalista de todas y cada una de sus páginas, sino por lo anacrónico de sus planteamientos historiográficos en la mayoría de los autores. Por este libro ni han pasado los extensos y prolijos debates que sobre los nacionalismos se han desarrollado en la historiografía europea, ni han repercutido en sus páginas las reflexiones y debates suscitados por autores como B. Anderson, Gellner, Smith, Rokkan, Kedourie o Hobsbawn, por enumerar distintas posiciones al respecto. Se ve que en España nos bastamos nosotros mismos, ¡somos grandes y universales! Es más, algunos académicos prácticamente casi sólo se citan a sí mismos, como indudable argumento de autoridad. Aún más, tampoco aparecen, ni por asomo, las justas referencias a la copiosa y enriquecedora historiografía que se ha producido con otros planteamientos desde Cataluña, Euskadi, Galicia, País Valenciano... ¿Pensarán en la Real Academia de la Historia que esos historiadores no pertenecen a esas "Españas" -así, en plural- de las que tan reiteradamente se habla en el libro en cuestión?De eso se trata. En este libro ya se ha tomado partido, de modo que se obvia el debate, al considerar incuestionable la "realidad" de España como una esencia que se despliega a lo largo de los siglos y que condiciona a sus habitantes con unas "cualidades antropológicas y culturales" que los diferencia del resto de los seres desde la más remota antigüedad. Un planteamiento con evidentes y notorias consecuencias políticas; no es casual que un libro tan académico vaya por la segunda edición. No pretendo, por tanto, cuestionar el premio: es un acto de soberanía nacional del jurado, aunque hubiera muchas obras que a otros nos parecieran más valiosas. Al contrario, es coherente con las directrices de españolismo que trata de imponer este Gobierno a través de esa asignatura tan moldeable políticamente como es la historia. El premio, por tanto, no es sólo nacional, sino ante todo nacionalista españolista, y en la presentación, el académico-coordinador del mismo explica cómo la Academia, garante de los "valores de pluralidad, serenidad y objetividad", tiene la obligación de aportar la "versión depurada" de esa ESPAÑA -así, escrita toda ella con mayúsculas- tan zarandeada en esta coyuntura "política, institucional, conceptual o anímica".

No es la ocasión para abordar debates sobre si la nación es una "comunidad imaginada", por ejemplo, o la "creación de los Estados burgueses", o la expresión del "espíritu de un pueblo", porque hay otras tribunas para argumentaciones entre profesionales. El hecho político es aquí, en este libro, lo más relevante. Son 21 académicos los que escriben, no todos con la misma carga de españolidad. Hay serenidad y palabras medidas en ciertos casos, como era de esperar, en las plumas de Domínguez Ortiz, J. M. Jover, G. Anes, C. Iglesias o Ruiz Martín. Sin embargo, se alcanza el paroxismo esencialista en los textos de E. Benito Ruano. J. Vallvé, M. Fernández Álvarez, Demetrio Ramos o J. Pérez de Tudela. Es justo reconocer que se perciben diferentes planteamientos entre los primeros citados y los segundos, aunque aquéllos no las exhiban con demasiada nitidez, quizás por el corsé de la propia institución. Pero, al plantearse la obra como "instrumento del que la Corporación se siente solidariamente responsable", es necesario sacar a la luz las posiciones extremistas, porque éstas reflejan la prolongación política de un españolismo anclado en el nacionalcatolicismo. Es revelador, a este respecto, la ausencia de un análisis del lastre que para el concepto político de España ha supuesto esa larga dictadura que no sólo no aparece como tal (se le llama el "régimen posterior a la guerra civil"), sino que incluso un académico menciona al dictador con las mayúsculas de su exaltación militarista, como "Generalísimo".

El meollo argumental, por tanto, es rotundo: España es un ser vivo cuyos rasgos se constatan "como un todo" desde varios siglos antes de nuestra era. No hace falta demasiada investigación, porque ya lo señalaron Estrabón, Mela y Plinio, y aunque los trabajos de Caro Baroja hayan cuestionado la "herencia temperamental" que homogeneiza a los habitantes de esta península, eso es sólo un "abstruso problema de psicologización de los sujetos colectivos" (sic), y lo que es irrefutable es la persistencia de "un mismo tronco cultural" a partir de entonces y a lo largo de los sucesivos siglos. Pero si esto es así, ¿por qué no reivindicar aquella Hispania en su totalidad, cuando abarcaba como provincias también la Lusitania y la Mauritania Tingitania? Amaga el académico, efectivamente, cuando la organización que hace Roma de su imperio se atreve a calificarla de "premonición exacta -año 300 a. C.- de lo que, andando el tiempo, habría de ser Al-Andalus, la España musulmana, moderno Magreb incluido". ¿Hay que comentar tamaña pretensión nacionalista? Porque paradójicamente, al cabo de unos siglos, esa misma España se hace y se identifica como cristiana, ya para siempre. Desde Pelayo y desde las montañas de Asturias se lanzó "la realidad histórica de España" a la fabulosa empresa de la Reconquista, así, con nuevas mayúsculas, aunque algún autor lo suaviza con grafía de cursivas y minúscula -reconquista- para abrir un portillo a las interpretaciones que rechazan la visión nacionalcatólica de los siglos medievales. Y la interpretación dominante en el libro es la de una España que se constituye desde el cristianismo como "realidad histórica" (muletilla o consigna, ésta de la "realidad histórica", que se repite en el libro como si tuviese valor conceptual irrefutable o como talismán que ahuyentase los espantajos separatistas). Tanto es así, que el ser de España, a la altura de 1492, está que se derrama, y, tras vencer al musulmán, se encuentra presto a embarcarse por océanos ignotos a llevar la religión y la lengua a pueblos que -es irrefutable para los académicos- desde entonces están agradecidos por haber sido fecundados con sangre española y con una fe y una lengua universales.

Es significativo a este respecto que, cuando se escribe acerca de España como "creadora de una lengua universal", R. Lapesa -cuya autoridad profesional no se cuestiona- sólo dedique sus páginas al castellano. Sorprende, porque si todos los académicos presumen de "las Españas", o incluso C. Seco, apoyándose en la actual Constitución, reflexiona sobre si un "Estado plurinacional o una nación de naciones", ¿por qué no aparecen ni el catalán, ni el euskera ni el gallego? ¿Acaso no son ni serán universales, sino que su naturaleza es local? Quizás estemos ante un concepto de la historia que alargaría la crítica por otros derroteros, y es que la mayoría de académicos, por más que proclamen la pluralidad de pueblos de esa "realidad histórica" de España, comparten una visión idealista e individualista de los procesos históricos. Ha sido desde las ideas, sobre todo la fe cristiana, y a partir del quehacer de unos pocos y preclaros individuos, en especial los reyes (se podría afirmar que todos los autores profesan monarquismo, legítimo pero discutible historiográficamente), como se ha fraguado la historia de esa España que, siglo a siglo, ha definido "un arte, una literatura... incluso un comportamiento económico españoles". En tal caso, ¿para qué dedicar tiempo y energías a explicar esas otras "realidades históricas" que algunos se empeñan en exhibir desde Cataluña, Andalucía, Euskadi, Canarias...? Son minucias ante la enorme tarea que realizaron los Reyes Católicos, o Carlos III, todo ello desde Castilla como eje vertebrador (¡nueva resurrección!, esta vez orteguiana). Es la línea del Gobierno central actual, impotente ante la realidad de unos sistemas educativos autonómicos que hacen irreversibles nuevos cometidos para la historia en esa área que significativamente se llama de "ciencias sociales".

Juan Sisinio Pérez Garzón es miembros del Centro de Estudios Históricos del CSIC.

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