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El festival de La Habana muestra la mala cosecha del cine latinoamericano en 1998

No ha sido éste un buen año para el cine latinoamericano, después de lo visto hasta ahora en el 20º Festival de Cine de La Habana. Del medio centenar de películas en concurso, muy pocas, poquísimas, han estado este año al nivel de ediciones anteriores, cuando ganaron el festival cintas brillantes como Fresa y chocolate, de Tomás Gutiérrez Alea, o Profundo carmesí, de Arturo Ripstein. Pasado ya el ecuador del certamen, sólo Estación central de Brasil destaca como favorita. La película de Walter Salles es, con distancia, la mejor de las exhibidas, y su sola existencia lava la cara del cine latinoamericano, este año de mala cosecha.

Desde que se vio por primera vez el día de la inauguración, Estación central de Brasil no ha dejado de arrancar ovaciones. No es para menos, ya que la actriz Fernanda Montenegro y el niño limpiabotas Vinicius de Oliveira están de miedo y convierten en arte la dura historia que cuenta el filme, en el que un niño de 9 años que acaba de quedar huérfano busca a su padre con la ayuda de una maestra retirada que se gana la vida escribiendo cartas a analfabetos, cartas que nunca envía al correo.Otra de las pocas cintas con calidad y que ha gustado en este festival es La vendedora de rosas, del colombiano Víctor Gaviria, película no menos descarnada que describe la vida marginal de las calles de Medellín, con todo su infierno de drogas, pobreza, sordidez y violencia. Gaviria resuelve con acierto el reto que supone trabajar con actores no profesionales reclutados entre los desheredados de la calle, que por momentos se convierte en una de las grandes protagonistas de la película.

La vida es silbar, la única película cubana de ficción que concursa este año en el Festival de Cine de La Habana, ha dejado al público cubano y a los críticos con un extraño sabor de boca. El último filme de Fernando Pérez habla en Cuba y de los problemas de Cuba con un sentido profundamente crítico, pero lo hace a través de alegorías y, en ocasiones, de tan enrevesados códigos para iniciados que el simple espectador a veces tiene la impresión de que necesitaría haber acudido al cine con un libro de claves. En La vida es silbar la gente se desmaya cuando se pronuncia la palabra doble moral, algunos protagonistas esperan con paciencia en el malecón a que algo cambie o la suerte les caiga del cielo, y el paso del caracol puede llegar a marcar el ritmo de la vida aun cuando la gente se halle ante una disyuntiva de vida o muerte.

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