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¿Resistir o influir?

Andrés Ortega

Para España, en la Unión Europea, esa puede empezar a ser la cuestión. España dedica un enorme esfuerzo diplomático a asegurarse que seguirá recibiendo en el próximo tramo (2000 a 2006) un saldo neto de la Unión Europea similar al actual, que ronda el billón de pesetas o un 1,3 a 1,4% del PIB español. El debate no tiene, o no debería tener, nada que ver con ser o no "pedigüeños", por recordar la expresión utilizada por Aznar desde la oposición, sino con la defensa de la política de cohesión económica y social. Mas ésta no puede quedar limitada a una estrecha concepción de transferencia de fondos. Es mucho más. Es un principio transversal que ha de nutrir todas las políticas comunitarias.Evidentemente, España no podría cortar repentinamente esta fuente de ingresos. Pero de cara a una Unión Europea ampliada a un Este más pobre, y en la que, por tanto, España será relativamente más rica, este país ha de saber que acabará por recibir menos, e incluso ver reducido su peso relativo en términos de votos. Para compensarlo, debería dar prioridad a ganar influencia por otros caminos. España no puede permenecer como demandadora, en la UE, en casi todo.

Hoy por hoy, aparece como el principal Estado que bloquea la ampliación de la UE al Este, cuando otros son los más interesados en esta histórica y moralmente irresponsable actitud. Una política decidida y convincente a favor de la ampliación -con un reparto razonable de los costes entre todos, pues a todos nos va a costar algo- reportaría beneficios a España. Hacia afuera es interés primordial español que la UE dedique suficientes medios a ayudar a los países terceros mediterráneos, que son una bomba social de relojería y que, según evolucionen - ellos y sus relaciones con Europa-, puede España convertirse en frontera o puente.

La situación para España ha cambiado. Ya no es un país recién incorporado, que tenía que hacer el triple esfuerzo concentrado de adaptarse a las Comunidades Europeas existentes, al mercado único, y últimamente a la moneda única, dentro de un contexto general de globalización. Lo ha hecho, y no parece lo más positivo argumentar que haya llegado con la lengua fuera o con recortes en inversión pública que de otro modo no se hubieran producido. Ahora, puede ser ambicioso en Europa, o, mejor dicho, volver a serlo. Las amenazas repetidas de vetos no suelen reportar influencia en la UE, menos aún a falta de aliados de peso -sobre el nuevo frente con Londres habrá que volver-, de un discurso constructivo para más Europa.

No parece lo más eficaz la profusión de secretarios de Estado españoles en importantes Consejos comunitarios, cuando otros países grandes envían a sus ministros. Sí va en la buena dirección, sin embargo, el que el organigrama del Ministerio de Exteriores haya recuperado dos Direcciones Generales básicas, absurdamente guillotinadas cuando el PP llegó al poder.

A la hora de recibir, la actual configuración de los llamados Fondos no favorece demasiado a España, salvo el de Cohesión, el mejor utilizado (y que de una forma u otra se prolongará). Pero una tercera parte de las partidas, en principio destinadas a España en los llamados Fondos Estructurales, no se gastan por problemas de cofinanciación (la parte que debe aportar el Estado español) o de mala programación. Además, si no hubiera acuerdo en el primer semestre de 1999, España se estaría tirando piedras contra su propio tejado, pues no podrá presentar proyectos concretos plurianuales a financiar por la UE a partir del 2000.

La Unión Europea -menos aún ampliada-, no puede funcionar sin solidaridad interna. Pero tampoco puede la UE verse cada pocos años sometida a una negociación cada vez más desgarradora sobre los dineros. La financiación comunitaria requiere asentarse sobre bases más sólidas y objetivas, como la que proporcionaría un impuesto europeo que nutriera las arcas comunitarias. Una idea que ha asomado desde el Parlamento Europeo, aunque anatema, hoy por hoy, para muchos. Blair el primero.

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