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Tribuna:XII FERIA INTERNACIONAL DEL LIBRO DE GUADALAJARA
Tribuna
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Un espíritu valiente

"Aquí yace media España. Murió de la otra mitad". La famosa frase de Mariano José de Larra, el joven y magnífico escritor de la pasión civil, recorre la modernidad española como un fantasma disfrazado de fatalidad. Culminan las palabras de Larra -suicida en 1837- la pérdida imperial de las repúblicas independientes del Nuevo Mundo. Prefiguran el acto final del imperio, y su sustitución inmediata por uno nuevo, el norteamericano, en Cuba y Puerto Rico, hace un siglo. Se diría, a veces, que cada mitad de España mataba a la otra y que de aquella división lamentada por Larra sólo quedaba una unión: la de la muerte.Todos los que hablamos español conocemos esta tirantez entre la regresión a la muerte y la afirmación de la vida. En nuestra América Hispánica, ¿cuántas veces no habremos visto, de Bolívar a Allende, la interrupción de la vida por una macabra pantomima que, en nombre de la defensa de la vida, impone la desolación de la muerte? ¿Cuántas veces, en nombre de la defensa de la democracia, no se han impuesto dictaduras nugatorias de la misma libertad que decían proteger? ¿Cuántas veces, en nombre del orden autoritario, no se ha establecido el desorden desautorizado del secuestro, la cárcel, la tortura y el asesinato? Afirmar el valor de la vida y lo que es más, asegurar la continuidad de la vida, a pesar de la inevitabilidad de la muerte. Darle semblante creador y humano a nuestro tiempo sobre la tierra. Darle a la eternidad el nombre del tiempo y saber que la felicidad y la historia no siempre son sinónimos, pero que a pesar de ello la lucha por la libertad es la justificación final de la historia. Aprender estas lecciones de nuestro pasado conflictivo y de nuestro siglo trágico, requiere lucidez, requiere valor, y requiere lo mismo que postula y defiende: la libertad prometeica, la libertad del que se atreve a robar el fuego de los dioses, para dárselo a los hombres, y debe por ello sufrir la tortura eterna, encadenado a una roca y preguntándose, ¿hubiera sido más libre si no le robo el fuego a los dioses, o soy más libre, encadenado y torturado, porque me atreví a darles la llama de la libertad a mis semejantes?

Jesús de Polanco es un moderno Prometeo de la comunidad hispánica. El fuego que le robó a los dioses y nos dio a los hombres y mujeres se llama la letra, el libro, la comunicación, la crítica, la verdad. Su ascenso al monte Cáucaso no fue fácil, pero no fue solitario. Jesús de Polanco es uno de los protagonistas -un gran protagonista- de la transición política española, ni tan sencilla ni tan inevitable como a veces la vemos desde América, sino, por lo contrario, sembrada de abrojos, rodeada de abismos y amenazada de regresiones, nostalgias autoritarias y ambiciones golpistas.

No fue fácil. Y no fue solitaria. André Malraux me pronosticó la noche del 20 de noviembre de 1975 que España, país anarquista, sólo podía ser gobernado por la mano dura. Al autoritarismo franquista, pensaba con pesimismo el autor de la Condición humana, seguiría un nuevo autoritarismo: la mitad de España volvería a matar a la otra mitad.

No fue así y no lo fue porque todas las fuerzas civiles y cívicas del país, de la derecha de Fraga Iribarne a la izquierda de Santiago Carrillo, supieron jugar el papel constructivo que les propusieron tres grandes presidentes de Gobierno, Adolfo Suárez, Leopoldo Calvo Sotelo y Felipe González, pero que triunfó y se consolidó, cabalmente, gracias a la presencia moderadora y al factor de equilibrio representado por el verdadero fiel de la balanza transitiva, el rey Juan CarlosI. Baste recordar la más grave amenaza contra la joven democracia española -el golpe del teniente coronel Tejero el 23 de febrero de 1981- para comprobar el papel decisivo jugado por el rey Juan Carlos para detener y desmontar la conjura antidemocrática.

Jesús de Polanco ha sido, a lo largo de los años de la transición y la consolidación democrática de España, un factor determinante. Como editor -y es lo primero que celebramos este día en Guadalajara-, porque echó abajo todas las barreras contra la publicación de libros prohibidos por la Dictadura y puso al día, con una tarea que aún no termina pero que debe apreciarse como un monumental esfuerzo por devolverle la voz al libro y por llenar el vacío de cuarenta años de silencio con la literatura -el coro y las voces individuales de la literatura- de todo lo no dicho, pero también de todo lo dicho a partir de la dicha del decir recobrado, y de todo lo que falta por decir, pues de la acción editorial de hoy, de su firmeza, de su continuidad, dependen dos cosas. La primera, que no vuelva a reinar el silencio. La segunda, que la palabra de mañana tenga el sustento indispensable de la palabra de hoy. Polanco el editor no fue, desde luego, el único empeñado en restaurar la libertad de la publicación de libros en España. Pero, para fortuna nuestra, de los escritores y lectores de la América Española, no limitó su voluntad editorial a la península: tendió un gran puente de España a Hispanoamérica, le dio un impulso incomparable a la nueva literatura latinoamericana, restableció la circulación de libros que fue el sustento del llamado boom de los sesenta y que fue interrumpida brutalmente por la agresión generalizada de los gorilatos del Cono Sur contra todo lo que oliera a libro, imaginación, ideas.

Hoy que hemos pasado de las dictaduras perfectas a las democracias imperfectas, y del boom al bumerang, Polanco el editor le ha abierto la puerta a esa nueva constelación de escritores -la más esmaltada de nuestra historia, la más variada, la más abundante y abarcadora de países donde la creación literaria era antes escasa y dominada por muy pocas figuras, y, lo subrayo, la que cuenta con más y más excelentes escritoras-, grandes escritoras, de México a Chile y Argentina, grandes porque son escritoras, no porque son mujeres, pero grandes mujeres porque escriben y describen la zona de sombras que por largo tiempo fue, en nuestros países machistas, la sensibilidad, la imaginación, la problemática, los agravios y la hermandad de esa mitad de la fuerza de trabajo latinoamericana que son sus madres, esposas, amas de casa, profesionistas, obreras, maestras... y lectoras.

Hay otra faceta de Polanco el editor que quisiera resaltar. Es corolario de su vocación liberadora e incluyente del lector y el libro: Jesús de Polanco ha creado vínculos espléndidos entre las literaturas de España y de Hispanoamérica, recordándonos a todos que el Atlántico es un puente, no una zanja, un océano de encuentros, no de desencuentros, un mar de reconocimientos, no de suspicacias. Jesús de Polanco es el editor de las Dos Orillas, y junto con él destaco a sus colaboradores Isabel Polanco, Juan Cruz y Sealtiel Alatriste y entre otros muchos en Argentina, Chile, Colombia y los Estados Unidos.

Una noche que recuerdo con nostalgia pero también con melancolía, en la bella isla de Tenerife, Jesús de Polanco me dijo que sus enemigos se olvidaban de una cosa. Podían destruir y arrebatarle sus empresas de comunicaciones, radio, televisión, prensa, pero lo que nunca le podrían quitar era su condición de editor, la base de su vida y de su trabajo: publicar libros y contar con la confianza y el apoyo de los lectores.

Desde el inicio de la transición democrática en España, Jesús de Polanco y el espléndido equipo que con él le dio vida al bien llamado EL PAÍS, se propusieron, y lo lograron, ser fieles, a un tiempo, a su fidelidad política, la socialdemocracia, el centro-izquierda, y a la verdad, aun cuando, sobre todo cuando, ésta contrariase las posiciones del periódico. Es así como hemos visto, a lo largo de los años y como parte natural de un clima de tolerancia e inteligencia superiores, a portavoces claros de las ideas de derecha expresarse en EL PAÍS. No una, sino muchas veces, como una sana y constante costumbre, diría yo. Hay artículos derechistas en EL PAÍS que me amargan el desayuno, pero a la hora de la cena, ya los digerí y les di su cuota de razón. Lo que me queda, lo que queda, es la fidelidad de Jesús de Polanco, de Juan Luis Cebrián, de Javier Pradera, a los principios activos de la democracia impresa: la formación de un patrimonio común de ideas diversas, corrigiendo mediante esta dinámica interna los excesos ideológicos de éste o aquel bando, dándole la palabra a todos a condición de que no se le quite la palabra a nadie.

Todo ello no se logró de la noche a la mañana: los equipos editoriales y comunicativos de Alfaguara, Santillana, PRISA y Sogecable demandaron años de esfuerzo común, pero conquistaron tiempos de apoyo común: el apoyo inapreciable de redactores y lectores, del equipo humano de las empresas y del público receptor de las empresas.

No, no se hizo de la noche a la mañana, pero hubo quienes quisieron deshacerlo de un día para otro. El éxito de empresas de comunicación como las que han creado Polanco y su equipo no tiene lugar sin obstáculos previsibles, pero también sin inesperadas resurrecciones de aquellos fantasmas de la fatalidad que quisieran matar a la mitad de España para enseñorearse de toda ella en la paz de los sepulcros.

Un día u otro, lo que Polanco significaba debía toparse con lo que Polanco no significaba, con lo que Polanco ha combatido: el retorno a la arbitrariedad, a la inseguridad jurídica, a la difamación, al insulto y a la agresión contra toda posición que no sea la de la intolerancia y el regreso al añorado pasado dictatorial.

Las acusaciones sin fundamento que un juez prevaricador, azuzado por las crujientes momias del pasado y algunos de sus aventajados discípulos contemporáneos, formuló contra Jesús de Polanco y Juan Luis Cebrián, encontraron dos obstáculos en los que nunca piensan quienes se sienten dueños del mundo.

El primero fue la extraordinaria lealtad del público -lectores, radioescuchas, televidentes- que le tienen confianza a Polanco y a los suyos porque llevan más de veinte años atestiguando y gozando de los valores de la libertad de expresión, la independencia, el rigor informativo y el pluralismo político que Polanco encarna y que sus enemigos quisieron, atacándolo, poner a prueba.

A los nostálgicos de la censura autoritaria, el público español les dijo: No.

El segundo obstáculo que encontraron los enemigos de Polanco fue la ley misma. La nostalgia de la arbitrariedad se transformó en la hostilidad a los enemigos de la arbitrariedad y ésta tuvo la osadía de presentarse como imputación de delitos inexistentes.

Es decir: el juicio contra Polanco no era sólo contra Polanco. Era contra la libertad en general y la libertad de expresión en particular. Era un esfuerzo por desandar años de edificación democrática. Era un intento siniestro de convertir al futuro posible en pasado imposible. Era un desafío a la libertad. Era un desafío a la transición democrática. Era un desafío -asumo la responsabilidad de decirlo- al papel moderador y equilibrado del rey Juan Carlos.

A los enemigos del orden jurídico, el público español les dijo: No. Por todo ello, el triunfo de Jesús de Polanco y sus colaboradores fue un triunfo de la justicia, de la democracia y de la libertad. El juez prevaricador hubo de pagar las consecuencias de su arbitrariedad. El acusador resultó ser el acusado: el alguacil alguacileado.

Hoy celebramos, en la figura de Jesús de Polanco y en el primer premio otorgado por el Festival del Libro en Guadalajara, los valores del lector y la lectura, de la información y de la crítica, de la legalidad y la democracia. No es poco. Pero el hecho de que sea Jesús de Polanco quien reciba este primer premio, es no sólo motivo de celebración, sino causa de advertencia: la libertad y la democracia se pierden si sólo se celebran ocasionalmente. La libertad y la democracia sólo se ganan si se defienden y ejercitan día tras día.

Todos estamos encadenados a la montaña de la historia. Pero desde esa altura, conscientes de la condición mortal del inmortal Quevedo, con él, en nuestra prodigiosa lengua, y con Jesús de Polanco, podemos hoy repetir aquí en Guadalajara: "No he de callar, por más que con el dedo, / ya tocando la boca, o ya la frente, / silencio avises o amenaces miedo". Felicidades, pues, a Jesús de Polanco, el espíritu valiente que sabe sentir lo que dice y sabe decir lo que siente.

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