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El otoño del 68

Cáustico y esquivo, Jacques Derrida tiene a gala predicar, con su propio ejemplo de mutismo, sus tesis de rechazo a los "distorsionadores" altavoces mediáticos y al fetichismo de "las presencias", que, a su juicio, lastran la cultura occidental. Del mismo modo que no hace concesiones estilísticas a la inteligibilidad, ni adelanta información sobre sus conferencias, y desconfía de las traducciones simultáneas (e incluso de las diferidas). "Asumo que mi discurso es inaudible en el código de los medios; pues mientras ellos persiguen la normalización, homologando los fantasmas de la receptibilidad, mi intervención apunta en sentido opuesto, a la dispersión y el desplazamiento", ha reiterado en algunas de sus escasísimas entrevistas.Nacido en la localidad argelina de El-Biar hace 67 años, su vida intelectual arranca desde que, a los 19, pisó París por vez primera y para siempre. Contrario a los personalismos autobiográficos -esas fábulas narcisistas, que "encubren con voz impostada, fonocéntrica, la ausencia de autoría de la verdadera escritura"-, tan sólo bajo el aséptico título de Autopercepción intelectual de un proceso histórico da cuenta de su itinerario como pensador, que explica como una sucesiva huida. "Siempre he sentido un malestar de la instalación, y un regusto por la anacronía", dice Derrida para explicar ahí el punto de inflexión que supuso para él "el otoño del 68", cuando comprendió que el progresismo enarbolado unos meses antes podía ser tanto o más reaccionario que el conservadurismo combatido. "Comprobé que las declaraciones y tesis sedicentes revolucionarias reproducían la autoridad con más eficacia. Sus ritos de legitimación y sus símbolos institucionales desactivan y neutralizan mejor lo que les excede".

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