Derrida afirma que "la política es el juego de la discriminación entre el amigo y el enemigo"
El filósofo francés denuncia la moral del perdón vigente que considera "hipercristiana"
El que ataca, acata, podría ser un lema aplicable al complejo y heterodoxo pensamiento de Jacques Derrida, que propugna un nomadismo intelectual sin tregua. "He comprobado que las críticas frontales y simples terminan siendo siempre reapropiadas por el discurso que se pretende combatir", dice el filósofo francés, que ayer pronunció en Madrid una conferencia titulada El perdón de lo imperdonable. Derrida, que muestra un interés creciente por lo cotidiano, afirmó que "la política es el juego de la discriminación entre el amigo y el enemigo".
Jacques Derrida aplica y reivindica una crítica transversal, hecha desde territorios inexplorados, no cuadriculados por las disciplinas académicas, cuya fermentación interesada contribuye, a sus ojos, a generar esas redes de reapropiación. "Es necesario operar con desplazamientos ínfimos pero radicales hacia lugares inaccesibles a la reapropiación", asevera, redefiniendo sin términos su noción de filosofía como "un pensamiento ético y político, y que carece, por tanto, de un objeto canónico y exclusivo. Debe actuar más acá de los sentidos últimos, y compartir para ello con el discurso literario su oposición a cualquier reduccionismo binario o dialéctico".De ahí su interés, en los últimos tiempos por temas y figuras transversales y cotidianizantes, que permiten sondear la oquedad del ensamblaje entre lo público y lo privado. "La condición del perdón es lo imperdonable, que le antecede y que escapa a todo cálculo", señaló anoche Derrida, para denunciar una retórica vigente -que definió como "hipercristiana" y "desbordada"- según la cual, hoy todo el mundo, desde los políticos a los sujetos en su intimidad, pide perdón. Antes del perdón, Derrida ha abordado en los últimos años asuntos paralelos, como la memoria, la mentira, el testimonio o la amistad, filones más o menos cotidianizantes que le permiten hurgar en lo que denomina "lo singular irreductible" y "la soberanía de lo excepcional". "La política es el juego de la discriminación entre el amigo y el enemigo, dice hilvanando algunos de esos temas, para definir también, transversalmente, que "la locura es deseo compulsivo, incontenible, del origen, la imposibilidad de parar hasta no ver su resurrección cumplimentada".
Para el catedrático de Filosofía de la Universidad a Distancia José María Ripalda, que ayer actuó como introductor de la conferencia de Derrida, organizada por su departamento en la Ciudad Universitaria, "hay una profunda coherencia en el interés del último Derrida por abordar las situaciones cotidianas. De un lado, afecta a los individuos concretos, hoy reducidos a meros coeficientes de los principios neoliberales; de otra parte, se trata de situaciones cotidianas que no están codificadas previamente en el lenguaje, y que ofrecen, por tanto, una posibilidad de reflexión productiva, que para Derrida es sinónimo de subversiva". Ripalda evaluó la evolución de la filosofía de Derrida, como de "desconocida, en sus inicios, a rechazada, para terminar erigida en objeto de prestigio, y aceptada, incluso, por la progresía, como muestra el giro espectacular, al respecto del propio Habermas".
Una enmienda a la totalidad filosófica (y por ende, política) o verdadera tábula rasa supusieron los tempranos planteamientos minadores del autor de La escritura y la diferencia, para quien la cultura occidental anda extraviada desde sus cimientos, en lo que denomina una "metafísica de la presencia". "Se privilegia en ella la voz y la palabra, esto es, cuanto superficialmente se presencia, en detrimento de la escritura, la huella textual, que proviene en cambio de una ausencia", ha dicho, para abundar en esta idea matriz de su pensamiento: "Obviamente, el deseo de presencia es el deseo mismo; pero lo que lo rige es algo que no está aquí y ahora, que en la presencia del presente no se presenta". Ese algo no presencial es la differance (un término anfibio, que significa a la vez lo diferente y lo diferido), y que sólo puede provenir de la escritura, del "suplemento textual", que, según denuncia, ha sido eliminado del discurso filosófico y cultural de Occidente. Desde esa carencia, éste permanece, a su juicio, enfrascado hasta la hipertrofia en lo que denomina el "logocentrismo" y el "fonocentrismo" de la palabra y la voz, que todo lo colonizan.
Desconstrucción
De ahí la necesidad de la desconstrucción, esa palabra de su invención que, asegura, "no he amado jamás y cuya fortuna me ha sorprendido desagradablemente". Frente a los discursos institucionales, los grandes significantes, las retóricas políticas y mediáticas, todas las representaciones e instancias en que se coagulan ese logocentrismo y presentismo contumaces, sólo cabe el desmontaje interpretativo, como si se tratara de piezas de relojería, para dar con el esqueleto de la farsa. El filósofo gusta de aclarar esta "estrategia" interpretativa, que es al mismo tiempo transformadora, con una definición que, en realidad, agrega cripticismo: "La desconstrucción como tal no se reduce ni a un método, ni a un análisis; va más allá de la decisión crítica, de la idea crítica misma. Para mí, va siempre con una exigencia afirmativa, diría incluso que no tiene nunca lugar sin amor".Si a su borrón y cuenta nueva de la filosofía occidental se agrega que Derrida ha combatido, una por una, todas las corrientes parisinas en boga -sobre todo, el estructuralismo, el marxismo y el psicoanálisis-, enraizadas, a su entender, en el logocentrismo, y susceptibles por tanto de sospechas desconstructoras, apenas faltan ingredientes para hacer de él un filósofo esquinado. Crítico con el mundo universitario, paradigma de "la enciclopedia logocéntrica", Derrida reconoce asumirse como "un pensador intempestivo". "Si se me entiende bien, debo decir que mi itinerario ha estado orientado siempre por la estrategia sin finalidad, por un gozoso estado de indefensión".
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