Todo un hombre
La nueva y aclamada novela de Tom Wolfe demuestra que sigue siendo un escritor de éxito
El enorme éxito crítico y comercial de La hoguera de las vanidades en 1987 convirtió a Tom Wolfe en un autor rico y satisfecho. Aquella primera novela, exuberante y escandalosa, probó algo que llevaba años defendiendo para gran irritación del mundo literario: que, en Estados Unidos, la ficción podía aún retratar las agotadoras complejidades de la sociedad contemporánea, capturar las texturas y los ritmos de una ciudad moderna y bulliciosa, siempre que los novelistas se molestaran en dejar sus pupitres y salir a tomar nota de todas las maravillas que ocurrían a su alrededor. Después de los sesenta, se quejaba Wolfe, la mayoría de los autores se habían olvidado del mundo exterior en favor de la introspección o el artificio acartonado. Habían cedido la realidad a los periodistas, entre ellos, de forma notable, él mismo (Gaseosa de ácido eléctrico, Lo que hay que tener).Pero después de La hoguera había una pregunta inevitable. ¿Y ahora qué? Superar su primera novela iba a ser difícil, y el riesgo de fracaso y de reseñas que afirmaran "ya lo decía yo", inevitable. Wolfe pensó que era un reto irresistible. "Tenía 57 años", explica "y pensé que los ocho o nueve años que había dedicado a La hoguera me habían enseñado qué era lo que no debía de hacer la segunda vez. De modo que empecé a cometer todas las meteduras de pata que podía hacer un principiante".
A medida que enumera esas torpezas, queda claro por qué ha habido que esperar once años para poder leer A Man in Full (que en España publicará el año que viene Ediciones B con el título de Todo un hombre), y se ve hasta qué punto ha sido Wolfe exigente consigo mismo. "Para empezar, quise optar por lo más fácil y situé la mayor parte de la novela en Manhattan, el mismo escenario que en La hoguera. Hasta 1995 no comprendí que esa decisión no era acertada, y que estaba repitiéndome. En segundo lugar, siempre recomiendo a quienes me piden consejo para escribir que empiecen con un esquema. Por supuesto, no hice ningún esquema hasta varios años después".
"El tercer error", añade, "fue pensar que el nuevo libro debía elevar el listón y contener muchas más cosas que La hoguera; que estaba obligado a escribir el libro más grande del mundo. Así que pasé 10 carísimos días en Japón buscando la manera de incluir aquel país en el argumento. También intenté introducir algún elemento relacionado con los informativos de televisión, la vida de un artista fracasado y las maniobras de un empalagoso vendedor de seguros, cosas que me exigieron una enorme labor periodística y de investigación y que, al final, no llevaron a ninguna parte. Tengo montañas de borradores desechados".
Todos esos retrasos provocaron otro problema: "Siempre quise situar el libro en el presente", explica, "pero tardé tanto en escribirlo que el presente iba cambiando sin cesar".
Lo que Wolfe no olvidó en medio de todo este maratón creativo, fue una visita que había hecho con dos amigos de Atlanta, en 1989, a las haciendas del suroeste de Georgia, propiedades inmensas salpicadas de residencias suntuosas, que los millonarios mantienen, pese a sus abrumadores costes, principalmente para cazar codornices. "Lo primero que busco es el ambiente", explica Wolfe, "el escenario del relato, antes de la historia en sí, y me asombraron aquellas fincas, su forma de aferrarse psicológicamente al pasado y la enorme cantidad de consumo y ostentación que hace falta para mantenerlas. Me pareció que eran buen material para un libro".
Al final, una finca ficticia en Georgia proporciona el inicio de Todo un hombre. Acaba de llegar a las librerías norteamericanas la primera edición de 1.200.000 de ejemplares, un número increíble para una obra escrita por alguien que no se llama Clancy ni Grisham. Y el libro ha recibido ya un empujón publicitario que sobrepasa el poder del dinero: cuatro semanas antes de su publicación, Todo un hombre ya había sido seleccionada para el Premio Nacional de Literatura de 1998 de EEUU.
Quienes esperan otra Hoguera quizá sufran una decepción: la nueva novela es mejor. No es tan deslumbrante, cómica, descarada ni insolente como su antecesora, pero es que la Atlanta de finales de los 90, donde ocurre la mayor parte de la acción, es un lugar más comedido que la Nueva York de los 80. En el Nuevo Sur gobiernan los mismos deseos -sexo, dinero, poder- que en todas partes; sólo que hay que cavar un poco más hondo para encontrarlos. Eso es lo que hace Wolfe, desde luego, pero, entre todos los apetitos animales aparece uno nuevo. Sus personajes sueñan con poseer un código de conducta, un sistema de valores que dé sentido a sus vidas en el momento actual, un instante antes del milenio. En el fondo, Todo un hombre es un cuento moral lleno de suspense.
La aventura se inicia en la finca de caza Turpmtine. Las 11.700 hectáreas de este coto pertenecen a Charlie Croker, de 60 años, un ambicioso especulador inmobiliario de Atlanta con una segunda esposa 32 años más joven que él y una rodilla artrítica, recuerdo de sus días de jugador de fútbol americano en la Politécnica de Georgia. Entre sus numerosas posesiones, Turpmtine es, sin duda, la más preciada; Charlie la considera una demostración, no tanto de su riqueza, como de algo más profundo: "Tenías que ser un verdadero hombre para merecer una finca de codornices". Los peones recuerdan una canción sobre un personaje legendario del pasado, también llamado Charlie Croker, y al patrón le encanta oírla. Empieza: "Charlie Croker era todo un hombre / tenía unas espaldas como las de un toro de Jersey".
Por desgracia, nuestro Charlie Croker es, además, un hombre en dificultades. Su proyecto más reciente, una torre grandiosa llamada Croker Concourse, no tiene suficientes inquilinos y es una sangría de dinero. Tiene una deuda multimillonaria con el PlannersBanc de Atlanta a la que no puede hacer frente.
El PlannersBanc convoca a Charlie para una humillante sesión que denominan de "prueba". Lo que sigue es seguramente la escena de ficción más fascinante jamás situada en la sala de reuniones de un banco. Charlie ha pasado de ser uno de los clientes más valiosos del banco a ser un "pobre imbécil". A regañadientes, y como concesión a los voraces banqueros, acepta reducir el 15% del personal de su empresa Croker Global Food.
Al otro extremo del país, en Oakland, California, la decisión de Charlie es una condena para Conrad Hensley, de 23 años, casado y padre de dos hijos, que trabaja en los almacenes de Croker Global, en el turno de noche, y gana 14 dólares por hora colocando comida congelada en los camiones de reparto. Conrad es una excelente persona que sólo quiere tener piso propio y una vida ordenada. Después de la escena de ficción más fascinante jamás situada en una cámara frigorífica, Conrad se entera de que le han despedido, una catástrofe que le lleva, por error, a la cárcel.
El hilo argumental lo forman los caminos de Charlie y Conrad que, como es inevitable, se entrecruzan, pero, además, hay una serie de tramas secundarias a través de otros tres personajes: Raymond Peepgrass, 46 años, y uno de los responsables de los préstamos del banco; Martha Crocker, de 53, que todavía no se ha recuperado de la ruptura de sus casi 30 años de matrimonio con Charlie. Y, el eje de todas estas tramas, Roger White II, de 42, un negro de piel clara e impecablemente vestido, socio de una venerable firma de abogados de Atlanta. El apodo de su época universitaria, en Morehouse College, es Roger Too White (Roger demasiado blanco), muestra su desdén por el separatismo negro. Su viejo compañero de universidad, Wesley Dobbs Jordan, es ahora alcalde de Atlanta.
Esa amistad es la razón de que
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se le pida a Roger que represente a Fareek Fannon el cañón, jugador del equipo de fútbol americano de la Politécnica.
La agitación racial plasmada en La hoguera era una situación de enfrentamientos y ruido en las calles. La Atlanta que retrata Wolfe aborda el problema de forma muy distinta. Fareek es un fenómeno típicamente contemporáneo, un deportista grosero, hosco y malcriado, con diamantes en las orejas. Al mismo tiempo, Fareek es un chico de Atlanta que ha ascendido a la fama desde su barriada negra y pobre. Ahora se le acusa de haber violado a la hija de uno de los empresarios blancos más poderosos de la ciudad, Inman Armholster, que es, casualmente, el mejor amigo de Charlie Croker.
En una Atlanta que trata con sumo cuidado las cuestiones raciales, nadie, salvo el padre de la chica, desea que salga a la luz pública un asunto tan explosivo. El alcalde le dice a Roger: "Este caso puede hacer más daño a la ciudad que ninguna otra cosa desde el asesinato de Luther King o los disturbios por Rodney King, porque afecta directamente a los temores del hombre blanco. ¿Comprendes lo que digo?". Roger comprende. Pero los rumores ya se han extendido; una página en Internet añade nuevos detalles casi a diario. Los empresarios blancos y los dirigentes negros de la ciudad se apresuran a reunirse y trazar un plan. La única persona que puede enfriar los ánimos es... Charlie Croker.
Entonces es cuando esta novela empieza a complicarse, sobre todo desde el punto de vista ético. Lo que Roger White, en nombre del alcalde, propone a Charlie es lo siguiente: que entable relación con El cañón, hable de sus experiencias comunes como jugadores estrellas, y luego convoque una conferencia de prensa para asegurar que Fareek es un joven magnífico al que no se le acusa de ningún delito.
¿Por qué va hacer Charlie lo que se le pide? Roger le explica: "Cuando conozca a Fareek, usted decidirá si quiere convocar, o no, la conferencia de prensa. Si dice que sí todas las presiones de PlannersBanc cesarán y el banco le renovará sus préstamos con las condiciones más generosas".
Charlie se da cuenta de lo que puede sufrir su reputación si defiende a Fareek: "¿A quién iba a poder mirar a la cara después? De todas las personas a las que había invitado a Turpmtine, ¿quién estaría dispuesto a volver? Por otro lado, si se negaba, ¡estaría destruido! ¡El resultado sería el mismo! ¡Nadie iría a visitarle tampoco!".
Ningún resumen de Todo un hombre puede reflejar con justicia las sutilezas éticas y el veloz ritmo de la novela, el panorama social que traza y su complicado entramado de responsabilidades públicas y privadas, su electrizante capacidad de presentar hechos sacados de la actualidad y sus retratos de personas que desempeñan trabajos reales. ¿Quién, aparte de Wolfe, iba a pensar que los bancos podían convertirse en tema de una obra apasionante? ¿Quién más situaría una escena en el establo de Turmptine, donde Charlie, en un patético esfuerzo por impresionar a sus invitados, hace que presencien un apareamiento entre uno de sus sementales y una yegua? "En Georgia asistí a una escena como ésa", afirma Wolfe, "y nunca la olvidaré".
El autor está sentado en un sofá, en el piso de doce habitaciones que comparte, en el Upper East Side neoyorquino, con Sheila, su mujer desde hace 20 años, y su hijo Tommy, de 13 años. Alexandra, su hija de 18, acaba de ingresar en la universidad. Wolfe, delgado y con aspecto de ser, por lo menos, diez años más joven de los 68 que tiene, lleva la misma ropa que viste en público desde que se hizo famoso como periodista en Manhattan, durante los años 60: traje blanco con chaleco y una camisa de rayas azules y blancas, con cuello alto, completada por una corbata de seda color crema.
Habla con suavidad y leve acento de su Virginia natal. "Pasé tiempo en un almacén como en el que trabaja Conrad en la novela". ¿De verdad fue testigo de una sesión de "prueba" como la que soporta Charlie en el banco? "No. Prometí vestirme de banquero y quedarme callado, pero no lo conseguí. Me he documentado en cinco fuentes".
Contarlo tal como es, es importante para Wolfe desde sus primeros tiempos en el Nuevo Periodismo, cuando escribía reportajes con un estilo tan gráfico y tal variedad de técnicas tomadas de la literatura de ficción que algunos lectores no creían que fueran veraces. Jann Wenner, editor de Rolling Stone, acogió en la revista las primeras versiones de Lo que hay que tener, La hoguera y Todo un hombre, afirma: "Desde que le conozco, hace ya 25 años, nunca se ha inventado nada". Wenner opina que Wolfe, tanto en sus trabajos periodísticos como en sus novelas, ha creado una obra fundamental.
Pero la fuerza de Todo un hombre no procede sólo de su exactitud periodística; consiste también en la simpatía que Wolfe suscita respecto a sus personajes, sobre todo Charlie, Conrad y la abandonada Martha. La simpatía era escasa en el periodismo del primer Wolfe, que permitía que sus personajes hicieran el ridículo o se ahorcaran con sus propias palabras, que citaba meticulosamente. Pensemos en Radical Chic, su relato mordaz y objetivo de una fiesta celebrada en 1970 con el fin de recaudar fondos para los Panteras Negras, en el exquisito apartamento de Manhattan del compositor Leonard Bernstein y su mujer Felicia ¿Qué ha cambiado en estos once años? ¿Se ha ablandado Wolfe?
"Bueno, he sufrido", explica. Se ríe. Prefiero decir que me he ensanchado". Se refiere al ataque al corazón que sufrió en 1996 y habla de cómo le llevaron al quirófano para una operación de bypass quíntuple. "Mientras entraba iba pensando en Todo un hombre, quizá para concentrarme en una preocupación menor o por el Demerol que me habían dado". La operación fue un éxito, y Wolfe salió eufórico.
Después de una operación de corazón es corriente sufrir una depresión. La de Wolfe acabó golpeándole en enero de 1997. "Nunca había estado deprimido", relata, "y no era capaz de entender qué me ocurría. Miraba la novela y me parecía un desastre. No había contado lo suficiente sobre la vida anterior de Charlie, Conrad resultaba aburrido, y así sucesivamente. Me parecía inútil seguir con ella".
El recuerdo del periodo de sufrimiento se refleja en la novela, cuando Charlie Croker, al observar la mansión y el jardín que corre el riesgo de perder piensa: "Un hombre deprimido desea nubarrones pesados, niebla, bruma, frío, lluvia, granizo".
© EL PAÍS / Time
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