Patrimonio nacional
El virtual desistimiento de la violencia terrorista ha envalentonado a nuestros nacionalistas, que se arrogan el derecho a romper la Constitución por puro voluntarismo. Y su restauración del premoderno espíritu confederal parece viable porque, conforme los viejos Estados se integran en organizaciones supranacionales, resurge como efecto reactivo el revival de los nacionalismos periféricos. Esto supone un filón para la sociología histórica, disciplina que está concentrando muchos de sus esfuerzos en la investigación del nacionalismo. Y uno de sus autores más respetados, Anthony Smith, ha propuesto clasificar los diversos modelos en dos grupos: el modelo gastronómico, que considera el nacionalismo como una invención artificial, esgrimida para concentrar mayor poder político, y el modelo geológico, que lo entiende como patrimonio institucional sedimentado por la tradición histórica.La mayoría de los autores académicos prefieren el modelo gastronómico, ya que permite analizar con mucha eficacia los procesos políticos identificando los intereses estratégicos de los actores colectivos. A esta línea pertenece el esquema dominante que propuso Ernest Gellner, considerando el nacionalismo tanto un factor como un efecto de los procesos de modernización. Así, la burguesía urbana cuya movilidad se bloquea por la industrialización o la globalización puede inventarse una comunidad imaginada (según expresión de Benedict Anderson) que sirve como proyecto retórico de movilización independentista. Pero también las revoluciones desde arriba se inventan su propio nacionalismo integrador, a fin de imponer por decreto la uniformidad cultural a unas bases sociales heterogéneas y fragmentarias. Todos estos análisis permiten, por supuesto, explicar tanto el éxito del nacionalismo vasco y catalán como el fracaso por defecto del nacionalismo español.
Por su parte, las ideologías nacionalistas se autodefinen a partir del modelo geológico (a la vez que descalifican a sus rivales definiéndolos según el modelo gastronómico), a fin de escenificar su propia estrategia no como un cálculo interesado, sino como una necesidad histórica o un mandato del destino. Pero el modelo geológico también posee influyentes defensores académicos. Por ejemplo, aquellos autores como Anthony Giddens, Charles Tilly o Michael Mann, que explican el nacionalismo como una consecuencia no querida del enfrentamiento bélico y la competición militar entre los Estados modernos. Por eso, el neutralismo español en las guerras europeas, junto a la recurrencia de las guerras civiles, permiten aplicar también estos análisis al auge de los nacionalismos catalán y vasco, frente a la debilidad relativa del español. Y lo cierto es que, si se desea integrar cohesivamente a todas las partes implicadas en un proceso negociador de pacificación, lo mejor es interpretar sus respectivas posiciones nacionalistas desde la óptica geológica, pues siempre resulta más amable, indulgente y comprensiva que su rival gastronómica, demasiado desconfiada y suspicaz.
Por todo esto, parece conveniente tomarse en serio el modelo geológico y considerar en profundidad las razones que le asisten, que no son pocas. No pretendo con ello hacer el repertorio de los diversos sedimentos históricos, de naturaleza lingüística etnográfica o jurídico-política que constituyen el sustrato geológico de cada hecho diferencial nacionalista. Pero sí deseo comentar, en cambio, lo que para mí resulta más importante, que es la ingente capacidad de legitimación política que posee el nacionalismo geológico. En estos tiempos posmodernos de fin de la historia, descrédito de la democracia, cinismo político y muerte de las ideologías, sólo la retórica nacionalista conserva intacta su movilizadora capacidad de convicción. ¿Por qué?
Para la perspectiva weberiana, la cuestión de la legitimidad resulta crucial: ¿cómo se legitima el poder? El poder es legítimo si así se lo parece a quienes están sujetos a él, pero ¿de qué depende que los ciudadanos consideren más legítimo un poder que otro? La antropóloga británica Mary Douglas ha sugerido una respuesta interesante: las instituciones, incluidas las políticas, sólo alcanzan legitimidad cuando consiguen fundarse en grandes metáforas naturalizadoras, que las hacen incuestionables. Por tanto, el poder político alcanzará legitimidad si logra naturalizarse, resultando evidente por sí mismo. Es lo que logra el nacionalismo, al proponer una metáfora que le hace parecer el poder político más natural (pues la etimología de la voz naturaleza también procede del nacimiento), como patrimonio colectivo de un linaje común. Y así, la nación, imaginada como traducción de la naturaleza a la política, define aquella comunidad endogámica de nacimiento que monopoliza la legitimación autorreferente del poder.
Ahora bien, ésta misma era la fuente de legitimidad política a la que apelaba el antiguo régimen de las monarquías absolutistas: el sistema de dominación que Weber definió como patrimonialismo, donde el poder político era ostentado en exclusiva por los titulares que lo heredaban de su linaje familiar. Posteriormente, la caída revolucionaria del antiguo régimen obligó a cortar el cuello de la corona. Pero no por ello se abolió la legitimidad del patrimonialismo, que resultó socializado al heredarlo todo el pueblo en común. Y la nación moderna sucedió a la corona premoderna en su pretensión de monopolizar la legítima titularidad del poder político, patrimonializado como un derecho natural ya no dinástico, sino ahora colectivo, pero igualmente heredado por línea directa de nacimiento desde un mismo tronco común.
Esto es claro en el caso de la Revolución Francesa, que inventó el moderno nacionalismo atribuyendo al pueblo la legitimidad histórica expropiada a la monarquía de derecho divino. Pero no lo es menos en los demás nacionalismos, sucesores y herederos de la Revolución Francesa, que también se presentan como un renacimiento del patrimonialismo. El nacionalismo catalán, por ejemplo, se reclama originario de una Guerra de Sucesión donde se ventiló la legitimidad dinástica. Y el nacionalismo vasco también surge de las guerras carlistas, que reivindicaban el legitimismo del antiguo régimen patrimonial frente al parlamentarismo de los liberales, tal como lo narró entre nosotros Jon Juaristi en su ensayo El linaje de Aitor. La invención de la tradición vasca (recientemente reeditado por Taurus).
Pues bien, dado este neopatrimonialismo, nada más lógico que el ancestral temor al ilegítimo bastardo que mancha la pureza del linaje, hoy encarnado en el excluyente desprecio nacionalista por el inmigrante, el maketo y el charnego. Aquí resulta muy esclarecedora la audaz
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hipótesis propuesta por Emmanuel Todd (en su ensayo La invención de Europa), que relaciona la adhesión al nacionalismo con el predominio de la familia troncal o de linaje frente a la liberal familia individualista. Pues bien, en su estudio "La gran familia. Estructura e imágenes familiares en la base de la pervivencia del carlismo" (publicado en la compilación de Cruz y Pérez Ledesma Cultura y movilización en la España contemporánea, Alianza, 1997), Jordi Canal ha aplicado el modelo de Todd al caso español, demostrando que la sobrevivencia del nacionalismo carlista se produce en los territorios catalanes y vascos donde ha predominado históricamente la familia troncal. ¿Se puede hallar mejor prueba que ésta de nacionalismo geológico?
¿Qué fuente de legitimidad moderna cabe oponer a esta sobrevivencia del antiguo régimen patrimonial? Volviendo a Mary Douglas, cabe constatar que también las instituciones democráticas adoptan una metáfora naturalizadora. Es la del contrato social: el pacto constituyente, opuesto a la voz geológica de la naturaleza y gastronómicamente cocinado por la sociedad civil. Pero ambas metáforas son incompatibles entre sí, pues mientras el poder patrimonial es heredado por línea directa de nacimiento legítimo (lo que excluye la bastardía), el poder democrático es elegido por todos los ciudadanos de una sociedad abierta donde reina el igualitarismo y quedan excluidos los privilegios heredados al nacer.
El nacionalismo habrá de optar entre una y otra metáfora (naturaleza y sociedad) para legitimarse, pero sólo los ciudadanos elegirán cuál les parece más convincente, con derecho a rectificar después. Pues el nacimiento ya no tiene remedio, pero las elecciones democráticas siempre son revocables.
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