El juez de la estrella buena
No es casualidad que Hollywood no haya surgido aquí. En este país tendríamos a Clark Gable lavando platos, a Lana Turner sirviendo mesas, y Harrison Ford sería carpintero por los restos. Para vivir en paz es imprescindible no sobresalir de la manada. Para ser aceptado por la tribu es necesario poseer -o, al menos, fingir poseer- una dosis de mediocridad suficiente para no poner en evidencia la mediocridad de los otros.En los colegios nunca nos dijeron que nos cuidáramos de sentir envidia hacia los mejores. Bien al contrario. Agarraban por las mechas a los mejores, y les increpaban: "Hijo, hija, ¡ese orgullo! ¡Pídele a Dios que te libre del pecado de soberbia!". Eran curas, monjas. ¿O nos educaron otra clase de elementos? Vuelven a hacerlo, ahora con la impunidad de antes. Lo llevamos en los genes. Lo vemos en los partidos políticos, en todos los partidos: los mejores, neutralizados por el bien común, esa entelequia que sirve para cobijar a los que no descuellan salvo en la intriga o la coba al superior. Lo encontramos en los trabajos: ese que tanto descuella en lo suyo, algo querrá, algo oscuro e inconfesable, imposible que sólo desee trabajar bien. Puritanos, detestan la vanidad, que es tara menor, y premian la mezquindad, en la que se reconocen.
A Baltasar Garzón lo denigran llamándole "estrella". ¿Y qué? Lo importante es a quién sirve el estrellato. El del señor Garzón defiende los derechos humanos.
Dejen que les cuente algo. Hace diez años, en Santiago de Chile, acudí a casa de Mariana Calleja para entrevistarla. Había sido esposa y compañera de hazañas fascistas de Michael Townley, el hombre que manipuló el artefacto que asesinó en Washington a Orlando Letelier y a una colaboradora suya; había conocido de cerca a Pinochet y a su mano derecha en la represión, el jefe de la DINA, Manuel Contreras. Mariana se había convertido a la democracia (ella sabrá de su sinceridad), y vivía modesta en la casa que había sido testigo de sus tiempos de esplendor, y de algo más: de las tareas de tortura que Michael y sus amigotes se traían a casa (hacían horas extra). En la habitación del sótano, ahora sin más mobiliario que un catre, donde ella dormía (en el suelo había panfletos de la Democracia Cristiana, y carteles por el "Sí": eran los días del referéndum) se había martirizado a seres humanos, se habían preparado bombas. Allí, Mariana me lo contó como si le hubiera sucedido a otra, se preparaban emboscadas a sacerdotes progresistas, en las que ella actuaba de cebo para llevarse al curita a la cama. Sus amigos filmaban, y la DINA orquestaba el desprestigio, la muerte en vida de los defensores del pueblo.
A veces, el horror que te cuentan consigue adquirir las proporciones del horror que fue en carne y sangre. Así me ocurrió a mí siempre en Chile. En aquel sótano del barrio alto y selecto de Lo Curro, tuve que acercarme a un ventanuco para respirar algo de aire. Enfrente, en un cerro, estaba el búnker de Augusto Pinochet, su vivienda fortificada. Y el resto era silencio.
Habría dado años de vida para que un día, un juez, el que fuera, tuviera el coraje, la tenacidad, el honor y la rectitud de hacer volar moralmente el búnker de Pinochet, con toda la maldad que contiene. Un juez: chileno, belga, alemán, noruego, británico (¿norteamericano? Bueno, ¡puestos a soñar!), incluso español.
Y un día ocurrió. Garzón y Manuel García-Castellón tuvieron el coraje de llamar, desde la ley, a los asesinos de Argentina y de Chile por su nombre. Pero el acontecimiento democrático, que nada menos que eso fue, se tachó de chaladura, se adjudicó a la cuenta de la supuesta vanidad del juez a quien desdeñosamente se llama "estrella".
En Hollywood saben muy bien (y por eso Hollywood no está aquí) que una star nace, no se hace. Baltasar Garzón vino al mundo con el don de destacar, y eso ni él mismo puede evitarlo. Sencillamente, no puede limitarse a hundir la nariz en los papiros y resignarse a defender causas comunes para que el resto de la manada se sienta en paz. Es un land-rover, y ni puede ni debe conformarse con transportar patatas fritas.
Tu suscripción se está usando en otro dispositivo
¿Quieres añadir otro usuario a tu suscripción?
Si continúas leyendo en este dispositivo, no se podrá leer en el otro.
FlechaTu suscripción se está usando en otro dispositivo y solo puedes acceder a EL PAÍS desde un dispositivo a la vez.
Si quieres compartir tu cuenta, cambia tu suscripción a la modalidad Premium, así podrás añadir otro usuario. Cada uno accederá con su propia cuenta de email, lo que os permitirá personalizar vuestra experiencia en EL PAÍS.
En el caso de no saber quién está usando tu cuenta, te recomendamos cambiar tu contraseña aquí.
Si decides continuar compartiendo tu cuenta, este mensaje se mostrará en tu dispositivo y en el de la otra persona que está usando tu cuenta de forma indefinida, afectando a tu experiencia de lectura. Puedes consultar aquí los términos y condiciones de la suscripción digital.
Archivado En
- Caso Pinochet
- Opinión
- Dictadura Pinochet
- Augusto Pinochet
- Baltasar Garzón
- Extradiciones
- Tortura
- Personas desaparecidas
- Cooperación policial
- Chile
- Integridad personal
- Sentencias
- Casos sin resolver
- Dictadura militar
- Derechos humanos
- Casos judiciales
- Dictadura
- Sanciones
- Historia contemporánea
- Juicios
- Gobierno
- Sudamérica
- Delitos
- Proceso judicial
- Administración Estado