Más tropas que Stalin
En los veinte años de pontificado que ahora cumple Juan Pablo II ha ganado muchas batallas y perdido alguna. Ha ganado sin duda la batalla del tiempo, ha superado casi con método estados de peligro de muerte, ha sobrevivido a dos atentados, incontables operaciones y durante años este pontificado parecía condenado a entrar en los libros de historia como poco más que un breve paréntesis de papado no italiano. Ha perdido, al menos de momento y poco indica que pueda ganarla en vida, su declarada batalla por movilizar a la sociedad en el mundo desarrollado y de evolución global contra el pensamiento laico, que considera nihilista y destructivo. Pero su victoria más rotunda, la que ni siquiera la gran legión de sus críticos y enemigos discute, está en la desaparición del comunismo leninista de los mapas geopolíticos y de las opciones políticas y filosóficas posibles. Su papel en el desplome de todo el inmenso aparato político, militar, administrativo y represivo del comunismo, forjado a lo largo de siete décadas, convierten a Juan Pablo II en una de las personalidades más relevantes y excepcionales de este siglo. Es difícil encontrar a un contemporáneo al que este hombre le sea indiferente. La pasión y el entusiasmo que despierta entre sus fieles sólo es comparable a la hostilidad que le profesan sus críticos. Sin él es ya imposible entender las claves de la historia de este siglo. El hundimiento del comunismo es uno de los acontecimientos más espectaculares y fascinantes de la edad moderna. También de los más sorprendentes. Y tal ha sido la influencia y el éxito de Juan Pablo II en esta increíble empresa - que nadie osaba considerar posible cuando inició su Pontificado allá en 1978-, que no es de extrañar que en algún momento gozaran de cierta popularidad las teorías majaderas, surgidas en medios más o menos vinculados a los grandes derrotados, que vinculaban a Juan Pablo II con conspiraciones de la CIA u otros poderes oscuros de la guerra fría. A nadie le gustó en el Kremlin, ni en sus sucursales en las capitales de Europa central y oriental, que el cónclave tuviera la original idea de nombrar a un polaco para ocupar la silla de san Pedro. Desde hacía ya varias décadas y pese a la carrera armamentista, el enfrentamiento ideológico y las continuas guerras por delegación de EE UU y la URSS en el Tercer Mundo, el concepto de las esferas de influencia y de la convivencia ideológica estaba firmemente anclado en la cultura política a ambos lados del telón. Existía una certeza prácticamente general de que la división del mundo, ante todo de Europa, entre democracias occidentales con su libre mercado y las llamadas democracias populares con su economía planificada, era una realidad inamovible al menos hasta mucho más allá en el tiempo de lo que se podía aceptablemente adivinar, no ya por parte de los estadistas y políticos, sino por los escritores de ciencia ficción y futurólogos diversos.
Juan Pablo II acabó muy pronto en el Vaticano con aquella tácita aceptación de la supuesta "inamovilidad de las realidades", que condenaba a media Europa a vivir bajo unos regímenes cuya única legitimidad emanaba de los carros de combate soviéticos y unos regímenes implacables en la represión y en la mentira. "La verdad os hará libres". Con frases como ésta, Juan Pablo II no podía esperar muchas simpatías en un mundo cerrado incompatible con la verdad y la libertad. Tampoco las esperaba.
El Papa polaco se granjeó pronto las iras de Moscú y sus aliados y de los comunistas occidentales, dispuestos siempre a difamar a quien denunciara las realidades de aquellos regímenes. Pero también de parte de la opinión pública en Occidente, que cayó en el error de considerar que la batalla del Papa en favor de las libertades de los pueblos entonces integrados en el Pacto de Varsovia, eran tan solo una faceta más del activismo reaccionario que creían ver en el mensaje general del pontífice. En Moscú vieron pronto el peligro que suponía este polaco en Roma, especialmente ante la cada vez más acelerada crisis económica y social en todo el imperio. A estas alturas es difícilmente discutible que una de sus primeras reacciones de pánico fue el atentado de la Plaza de san Pedro en mayo de 1981. Para entonces los obreros polacos ya se habían levantado contra el régimen comunista.
El Papa tuvo suerte entonces, como la tuvo Europa en general. Con su viaje a Polonia, y su impulso decisivo a los movimientos populares contra la dictadura, se puso en marcha de nuevo la historia en toda una gran región europea en la que, al menos desde los acuerdos de Yalta, había estado paralizada. "El virus polaco", del que hablaban los de Erich Honecker en la RDA y de Gustav Husak en Checoslovaquia, era en gran medida el "virus Wojtila". Desde su acceso al Pontificado hasta la caída del muro de Berlín, todo el terremoto europeo está ligado a este hombre, que asumió el liderazgo en la batalla contra el fatalismo que condenaba a unos europeos a ser menos libres que otros.
Casi diez años después de aquello, Juan Pablo II ha demostrado que es mucho más que el apóstol anticomunista a que querían reducirle algunos. Su condena al despotismo del dinero que predican los adoradores del mercado es tan rotunda como la que lanzó en su día contra aquel dogma filosófico pararreligioso que sojuzgaba a media Europa. Es difícil saber cual será el calado de su legado doctrinal, que ahora elabora en su nueva encíclica Fides et Ratio, que revela la inmensa ambición de este hombre tan contradictorio, en el que la humildad convive con un ansia extraordinaria por abarcar lo nunca abarcado.
Pero un logro suyo es ya irreversible. Ha dado cumplida respuesta a Stalin, que en su día respondía a críticas del Vaticano con la sarcástica pregunta de "¿Cuantas divisiones tiene el Papa"? Este polaco, que sufrió bajo los dos mayores verdugos de la historia, Hitler y Stalin, ya se lo ha demostrado: "Más que tú".
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