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Tribuna
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El susto del dictador

Han existido muchos Pinochet, y da la impresión de que a él mismo se le olvida. O de que prefiere olvidarse. Porque existió el oscuro coronel de provincia, aficionado a la historia militar, grafómano, y que no tenía quién le escribiera sus libros. Vimos, después, durante años demasiado largos, al dictador, al general de los anteojos oscuros y del gesto áspero, el que se hizo conocido en el mundo entero, aunque no para bien. Y en los últimos tiempos empezamos a acostumbrarnos, por lo menos en Chile, al caballero chileno más bien discreto, al senador vitalicio que se daba la mano, sonriente, con algunos de sus antiguos enemigos y que no terminaba de entender la hostilidad de los otros. Este personaje tuvo una hernia en la columna, según entiendo, y decidió hacerse operar en una clínica de Londres. Viajó en primera clase, en compañía de ayudantes, de guardaespaldas, de miembros de la familia. Al llegar, uno de sus primeros gestos fue enviarle flores y una caja de chocolates a su amiga Margaret Thatcher. ¡Qué singular elegancia! Y lo hizo, claro está, a costa del fisco de Chile, tan restrictivo en cosas que uno pensaría que son importantes y tan generoso en estas otras.

Me imagino la sorpresa del personaje cuando fue detenido por orden de un juez de Inglaterra, en cumplimiento de la petición de un juez español; cuando su guardaespaldas de confianza fue reemplazado, sin mayores consideraciones, por un robusto inspector de Scotland Yard. Fue un episodio de película, y sospecho que el general tiene la sensación de haber ingresado en una irrealidad vertiginosa. Al que buscaban los jueces, al fin y al cabo, era al otro, al de las gafas ahumadas, y ese ya no existe. Al menos en la memoria del general retirado y convertido ahora en caballero de costumbres refinadas, en senador de por vida.

En el fondo de todo esto hay un fenómeno muy chileno, difícil de entender desde fuera. Chile siempre ha sido un país remoto, mal comunicado con el resto del mundo, excéntrico en el sentido más literal del término, pero que tiende, sobre todo en periodos de gran conflicto, a asumir su excentricidad como si fuera el centro, el ombligo del universo.

Creo que algo de esto sucedió durante el golpe de Estado de 1973, y sospecho que el general Pinochet todavía ve las cosas desde esta perspectiva. Él no sólo está convencido de haber salvado al país del comunismo: está convencido, además, de haberle infligido al comunismo su primera gran derrota, de haber iniciado el proceso que lo llevó algunos años más tarde a su derrumbe. Ni más ni menos.

En algunos de sus discursos y de sus textos autobiográficos lo ha dicho con la mayor claridad. Este desajuste, esta visión deformada de la vida internacional, muy notoria en el Chile de la dictadura, todavía permanece en la mente del general y de sus partidarios más cercanos. Por eso cometen constantes errores de juicio. Los juristas del pinochetismo viajaban a España, en los años finales de Franco, y pretendían explicar las razones de su régimen a los alumnos de las universidades de Madrid. Eran recibidos con tomates y con huevos podridos y no entendían nada.

Pinochet viajó para los funerales de Franco y tampoco entendió la hostilidad que notó en las calles, ni la invitación discreta de las autoridades a abandonar España en vísperas de la proclamación del Rey. Ha transcurrido alrededor de un cuarto de siglo y todavía no entiende. Si hubiera estudiado mejor a Francisco Franco, su maestro y su modelo, habría sabido que es muy peligroso para dictadores salir a pasear por el mundo, como si no hubiera sucedido nada.

Pero las palabras dictador y dictadura se usan muy poco en el Chile actual, se evitan con gran cuidado, con suma prudencia, como para mantener una ficción, y parecería que el general ha sido el primer engañado. ¡Se creyó su propio cuento y partió tan campante a operarse en una clínica inglesa! No sé qué efecto tendrá el episodio en la política chilena, que ingresará dentro de muy poco a un periodo de elecciones presidenciales.

Escribo estas líneas en Lisboa, después de haber participado en Oporto en una curiosa reunión literaria, en la periferia de la cumbre de los jefes de Estado y casi, diría, debajo de las barbas de Fidel Castro, un antiguo conocido. Supe de las primeras reacciones de los precandidatos presidenciales y de las figuras políticas de mi país, en las páginas de la prensa portuguesa.

A parte de las declaraciones de derecha, que apelaban a la retórica de la dignidad nacional y todo eso, noté una evidente disparidad en el interior de la Concertación, la coalición de Gobierno. Algunos estaban muy contentos con el hecho de que el general por lo menos se lleve un susto, otros parecían preocupados y hasta irritados. La reacción oficial se inscribió claramente en esta segunda línea.

Yo me pregunto, a todo esto, por la reacción del país real, el que va a decidir su destino próximo en las elecciones de finales de 1999. En esta materia soy más bien optimista. Creo que el país se va a pronunciar en favor del paso a una democracia moderna, sin tutelas y sin fantasmas. En favor de la inserción en el mundo contemporáneo. Si es así, si todo termina en esta forma, el susto del general, un castigo bastante leve, habrá sido muy saludable para todos nosotros.

Jorge Edwards es escritor chileno.

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