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Tribuna
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El abuelo

Creo que el mayor, el más virulento rechazo que he sentido -y de esta especie lo siento tenuemente todos los días y casi todas las horas que lo enciendo- ante un televisor ocurrió hace cuatro o seis años en uno de esos programas de debate que se nos ofrecen como desenredadores de las cosas que ocurren y lo que hacen es enredarlas más. No sé a cuento de qué, estaba aquella noche entre los contertulios Fernando Fernán-Gómez, que cuentan que es un hombre discreto, casi escondido, y no frecuenta estos ejercicios de fingimiento, en los que hay de vez en cuando gente competente, pero quien impone la regla del juego es el enteradillo o enteradilla de turno, casi siempre un periodista o un político, que larga y larga a granel contundentes opiniones sobre todo lo divino y lo humano, sentando cátedra sobre asuntos de los que tiene mucha información y absoluto desconocimiento.Recuerdo que a uno de estos monaguillos vestidos de pontífices -lo conozco, y es un virtuoso en la artimaña de ocultar bajo un barniz de palabrería vistosa su, irremediable como la caspa, ignorancia- le dio por interrumpir a Fernán-Gómez en cuanto éste tomaba la palabra. Lo hizo una, dos, tal vez tres veces; y yo, sentado a este paciente lado de la pantalla, salté como un resorte, llamé (nunca antes había hecho algo así, ni lo volveré a hacer) a la emisora para protestar de esa obscena, e incluso blasfema, intrusión. Una chica con voz de aeropuerto recogió mi furia, comenzó a oír la queja, pero debió de asustarla la ronquera de mi vómito y colgó. Me quedé sin oír lo que Fernán-Gómez pensaba decir acerca de no recuerdo qué, ni me importa, porque lo que necesitaba de su voz es oírla, contemplar cómo esculpe palabras, ver su forma de desvelar el habla como arte supremo, como prodigio.

Dije que Fernán-Gómez tiene fama, o parece, de hombre escondido. No es del todo exacto: enmudece durante largos tiempos, pero un día impreciso emerge de pronto del escondite de su silencio, y algunas cosas mudas de la vida española comienzan a recuperar el don de la palabra y a ser elocuentes. No lo conozco. He tenido varias ocasiones de encontrarle, pero me he fugado de ellas, las he rehuido, porque probablemente me intimida: me cuentan que es tímido, reservado y puede llegar a ser no sólo hosco, sino inhóspito. No sé si esto es cierto y me trae sin cuidado. Soy, como tantos otros españoles, un apasionado y profundo espectador suyo, y guardo entre algodones mi memoria de su talento, de su inmenso talento, como se guarda un tesoro muy frágil o una parte imposible de definir de la identidad amenazada. La razón es sencilla: soy de los afortunados que le vimos en estado de trance sobre un escenario, y me siento dueño de su presencia, exacta y absoluta, en Sonata a Kreutzer, de Tolstói; El pensamiento, de Andreiev; El enemigo del pueblo, de Ibsen, y un poemario de Brecht, que son uno de esos raros encuentros que los hombres comunes tenemos con el milagro de percibir lo descomunal, esa cosa vaporosa, quizá inconsistente, pero tan reconocible como el sabor a sangre de un puñetazo en la boca, que llamamos el genio.

Hacía tiempo que Fernán-Gómez andaba dentro de uno de sus silencios. Pero está saliendo de él, y a quienes necesitamos oírle, porque tras su palabra reconocemos la gran, la cálida voz antigua de esta tierra cada día más muda, hacemos visera en la oreja y escuchamos. Va a estrenar en forma de película El abuelo, de Galdós, un personaje de incalculable fuerza, en el que Pérez de Ayala creyó ver, y no iba descaminado, la sombra contemporánea de El rey Lear. Está interpretando un monólogo teatral filmado cuyo título es Pepe Guindo. La editorial Debate reedita, con más de 100 páginas añadidas, su vasta memoria de El tiempo amarillo, un libro vertebral, indispensable para conocer la evolución interior no sólo del cine y el teatro, sino también, y sobre todo, de la vida española casi todo a lo largo de este siglo. Por estas tres puertas vuelve a entrar Fernán-Gómez en la escena española, su verdadero territorio, y uno espera que esta vez no se superponga a su voz la de ningún plumilla intruso que vuelva, como hace unos años en otro de sus retornos, a callarla.

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