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El político y su personajeJOSEP RAMONEDA

Josep Ramoneda

Es fácil presentir que la votación del Parlamento catalán en favor del derecho de autodeterminación provocará airadas reacciones en Madrid y en otras partes de España. Los nacionalistas son gentes propensas a tener la sensibilidad fácilmente irritable. No serán los nacionalistas españoles una excepción. Mucho ruido se avecina. Será, sin embargo, interesante ver la reacción de los responsables políticos, especialmente de aquellos que durante los últimos años han tenido relaciones frecuentes con el presidente Jordi Pujol. Si éstos también reaccionaran ruidosamente (algunos ya lo han hecho), habrá que pensar que optan por la demagogia, para regalar los oídos de sus electores, o que es dudosa su perspicacia porque en 20 años no han conseguido todavía conocer a Pujol. Que Pujol se apunte por sorpresa a una moción del Parlament en favor de la autodeterminación, uniendo sus votos a los del nacionalismo republicano de izquierdas, y a continuación se junte con el Partido Popular para afirmar que la Constitución es intocable sólo puede provocar la sonrisa del espectador de la comedia, que se divierte viendo cómo el protagonista abre y cierra puertas y armarios para esconder las distintas amantes, una para cada ocasión. La política siempre tiene cierta dimensión teatral. A menudo no supera el listón de la comedia mala. Pero eso no quita que los políticos cada vez se confundan más con el personaje que se han inventado. El buen político es el que sabe hacer creíble a su personaje. Para ello hay un cierto margen: el ciudadano acepta sin inmutarse que el político sobrecargue las palabras y los gestos cuando habla. Y entiende que cuando las promesas y los proyectos chocan con las rugosidades de la vida social se produzca un distanciamiento entre lo que se dice y lo que se hace. La sabiduría de la vida hace que el ciudadano desconfíe del político rígido que aparentemente no ofrece fisuras entre el discurso y la práctica. Tanto es así que estos políticos doctrinarios tienen muchos apuros con el sufragio universal. Pero si la rigidez puntúa mal, la frivolidad puntúa peor. Y la frivolidad se hace perceptible cuando las contradicciones ya no sólo se producen entre lo que se dice y lo que se hace, sino incluso entre lo que se dice a las once y lo que se dice a las once y cuarto. Pujol ha visto la tregua vasca como una nueva primavera del nacionalismo y ha intentado aprovechar el viento que viene del Norte. Como en los grandes momentos, se trataba de someter a los demás partidos a la prueba del nacionalismo, sólo que todo lo ha hecho demasiado de prisa. Ha querido quemar tantas etapas en el debate de la semana pasada que el resultado es un retablo de frivolidades. El martes Pujol presenta su nuevo programa de reivindicaciones y Maragall dice que, en líneas generales, está de acuerdo. El jueves Pujol da un paso más y se apunta a la autodeterminación. De algún modo hay que diferenciarse. Pero corre inmediatamente a apagar el fuego antes de que se produzca el incendio: no planteamos la reforma de la Constitución. ¿Qué pensara de todo esto el elector moderado de Convergència que ve con estupor cómo la bolsa se le lleva las últimas ganancias del año mientras el presidente se mete en el lío de la autodeterminación? Buena parte del éxito de Pujol, de su capacidad por representar un bloque electoral de amplio espectro, estriba en el papel de garante del statu quo que ha ejercido durante los 20 años de la transición. Su argumento de choque, que lo ha utilizado igual para apoyar a UCD, al PSOE, o al PP, ha sido garantizar la estabilidad, porque sólo la estabilidad política, dice, asegura el progreso económico. Este discurso ha dado el complemento energético necesario a su perfil nacionalista para convencer, una vez sí, otra también, al espacio de la moderación. Autodeterminación es una de estas palabras que han estado tan cargadas de sentido que corren el riesgo de acabar quedando completamente vacías. Para algunos, mentar esta palabra es blasfemia, otros le dan carácter de derecho fundamental y algunos pensamos que ya no es lo que era, en tiempos en los que ya no hay una correlación directa entre soberanía, territorio y nación, que forma parte del arsenal de palabras viejas con las que nos entretenemos inútilmente a la espera de encontrar los nombres adecuados a las nuevas formas de poder. Sin embargo, por el carácter de fetiche que la autodeterminación tiene para el nacionalismo, Pujol no podía aceptar que se tratara en el Parlament de improviso y casi por casualidad. Con su gesto, en realidad, lo que ha hecho Pujol es devaluarla definitivamente: carne de resolución parlamentaria táctica. Pujol sabe que la autodeterminación ni está ni la quiere en el orden del día. Que difícilmente entendería esta apuesta el sector moderado de su electorado que le tiene como garante del orden. Y que se pondrían de los nervios los empresarios y comerciantes catalanes, temerosos de una reacción de rechazo en su mercado principal: el español. Precisamente por esto, apuntarse de tapadillo al voto sobre la autodeterminación difícilmente puede entenderse de otro modo que como una frivolidad, un palo de ciego de un Pujol que a veces da la impresión de que empieza a ser atrapado por el propio personaje que él se creó. No se confundan en Madrid: Pujol es quizá la máxima garantía contra el ejercicio de autodeterminación. La prueba es que acaba de convertirla en simple anécdota de la vida parlamentaria.

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