La mano de obra
PEDRO UGARTE Un reciente estudio realizado por el Departamento de Economía Aplicada de la UPV ha revelado la trágica evidencia: de entre las empresas vascas de más de 100 trabajadores, aquellas que recurren al trabajo temporal consiguen mayores beneficios. El estudio subraya que la inestabilidad laboral se incrementa en los estratos menos cualificados del mercado, y que son las personas mejor preparadas aquellas que disfrutan de mayor estabilidad en sus empleos. Es decir, si la mano de obra strictu sensu se ve abocada a la aventura, la mano de oficina parece algo más tranquila. El liberalismo atroz del actual modelo económico se transforma, dentro del atareado mundo del trabajo, en ventajas para el fuerte y en una trampa para el débil. Si el contrato de trabajo siempre ha sido una ficción (¿qué señora de la limpieza puede seriamente negociar con esa multinacional cuyas oficinas adecenta cada noche?), ahora lleva camino de convertirse en una broma. El trabajo, que antes era una maldición bíblica, ha alcanzado en nuestra sociedad carácter de mal menor. ¿Hay algo peor que trabajar? Sí, aunque parezca imposible, hay algo mucho peor: no poder hacerlo. Al menos la gente preparada cuenta con la ventaja de saberse más o menos encadenada a su despacho. Pero la auténtica mano de obra lo tiene más difícil: no hay ninguna garantía de que el mes que viene siga encadenada a su hormigonera. El trabajo también era una especie de seguro de vida, pero hoy en día los seguros se contratan aparte, y también hay que pagarlos. No se trata de una hipótesis de trabajo, ya que el trabajo es cada vez más hipotético. A medida que se desciende en la escala social, los empleos van a convertirse en efímeras ocupaciones, en residuos contractuales. Nuestros venerables jubilados fueron fieles a su empresa como ésta lo fue con ellos, pero los jubilados del futuro, por contra, recordarán desde la venerable atalaya de su edad todo un rosario de oficios: empleado de hamburguesería, carpintero, soldador, conserje, estibador, repartidor de La farola, vendedor a domicilio. Si las biografías de los actuales jubilados son bastante rectilíneas, las próximas generaciones llegarán al final con una experiencia zigzagueante: habrán hecho de todo, si la empresa de trabajo temporal, que es su verdadera empresa, se acuerda de ellos lo suficiente. La mano de obra va a padecer unos decenios verdaderamente duros, pero uno no está convencido de que arriba las cosas vayan mejor. Hace poco me confesaba un amigo su miedo al futuro más inmediato. Trabaja por cuenta ajena en el mercado financiero, con una alta cualificación. A los 35 años se siente viejo. Los jóvenes, dice, vienen pegando fuerte, acumulan títulos e idiomas, manejan mejor los nuevos programas informáticos. Para colmo, con diez años menos, viven en casa de sus padres y trabajan por un sueldo mucho menor. Mi amigo tiene dos hijos, y una edad en que ya le fastidian determinadas servidumbres. Este año, por ejemplo, se atreverá a coger al fin una semana, en singular, de vacaciones. Como los efectos del boom natalicio de los años 60 permanecen en vigor, los muchachos dispuestos a trabajar siguen saliendo de debajo de las piedras. La mies es mucha y los empresarios, pocos. Metafóricamente, el mercado laboral se parece a esos puertos americanos de la depresión, a los que acudían las masas de trabajadores, y un capataz inflexible señalaba con el dedo a los pocos que conseguirían ocuparse ese día. Los costes siempre se abaratan por el mismo sitio. La mano de obra cada vez es mejor, más numerosa, y se puede comprar a precio de saldo. Las familias, por su parte, se dedican, heroicas, a atender a los damnificados. Qué sería de tanto parado de 30 años sin el auxilio de su pobre madre viuda. Alguien tendría que premiar a todas esas madres. Nos aseguran la vivienda y la comida mucho mejor que el Estado.
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