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Alberto y los fantasmas

Alberto García Alix (León, 1956), hombre singular donde los haya, superviviente nato, dotado de un extraordinario don de gentes, fotógrafo tan personal como magistral, ha colgado una trayectoria, una antología cimentada en 20 años de trabajo, en el Círculo de Bellas Artes, en Madrid, dentro del pasado ciclo Photo España.Hubo un tiempo en que algunos claudicaron, que otros abandonaron entre lágrimas y cipreses, un periodo de aprendizaje que los demás conservamos en la memoria. Las acciones, entonces, obedecían a un sueño, ya que soñar era posible, acaso porque la vida no se había mostrado con la brutalidad de la madurez. Marcaba la existencia un reloj que corría ajeno a ella, un espíritu festivo donde se apuraban las madrugadas, las drogas, las bebidas, los amantes, la amistad que, al cabo, se fortaleció o se traicionó, precisamente, por la gasa liviana que dividía la realidad, opuesta, radical, de la ficción empeñada. Se había adquirido el hábito de jugar las cartas que se tuvieran en la mano, a menudo malas, pero había que jugarlas; de llevar al límite la máxima "cada día a su afán", sin medir las causas de un porvenir que no lo fue y que nos pilló dormidos, borrachos, desprevenidos; de castigarnos la voz hartos de gritar "si no hay viento habrá que remar"; de maltratar el cuerpo, pues éramos muy jóvenes y era lo propio; de fabular un presente mientras segundos se agobiaban con problemas mortales (facturas, trabajo, vacaciones) que nosotros sorteábamos sonriendo a la tormenta; de quimerar libros o novelas o películas imposibles, ausente la responsabilidad malentendida que muchos vertían en sus profesiones, el vulgar, nocivo y normal conocimiento de las relaciones del dinero y el arte. Nuestro compromiso, el único, el válido, era con la vida, y en ella, en su maravilloso impulso, en su hermanamiento con la libertad, descubrimos que forzarla, a veces, conlleva la muerte. Durante un par de años no paró de sonar el teléfono, era alguien que decía que un amigo había muerto, por costumbre de sida o sobredosis. Así que asistimos a largos y anunciados adioses, en los cementerios, aguantando el recelo de los familiares de los difuntos.

Poesía en movimiento, como marchamo vital, era lo que hacíamos, lo que representábamos, lo que peleábamos. Y lo cierto es que nos divertíamos y disfrutábamos. La noche no estaba tan poblada de máscaras como se sospechaba, ni era tan violenta como lo es hoy, y las drogas químicas, aunque empezaban, todavía no habían convertido a los adolescentes en borregos. Se quedaba en un bar, se hablaba quizá del duende que se alojó en nuestra infancia y que ahora disecan en el museo natural; se bebía, se viajaba en el globo de unas drogas entonces santas, se amaba con la naturalidad de un buen sexo bendito para siempre. El futuro era una incógnita, y despejarla era mucho menos importante de lo que nos obligaban a pensar. Además, teníamos derecho a equivocarnos, y lo ejercíamos sin cortapisas, sin alharacas, enseñando al mal tiempo una cara de ángel. Vivíamos de acuerdo, cayese quien cayese, a nuestros principios, y eso era honesto, la prueba de que respirábamos.

Alberto García Alix, durante 20 años, ha secuestrado la noche con lo peculiar de su mirada, ha retratado los rostros, las anatomías, las paredes abiertas al mar y cerradas a nosotros mismos de todo lo que fuimos. Nadie como él ha sido capaz de materializar/personificar/caer en nuestros sueños.

Sus paisajes, que nacen de una extraña sabiduría, la de la experiencia y el riesgo, son duros, son amargos, son igualmente festivos, son por supuesto nocturnos y, antes que nada, son poesía, si es aquélla lo que despierta belleza y nos transporta a otros reinos, otros ámbitos. Alberto García Alix, a lo largo de 150 fotografías, presentó en el Círculo de Bellas Artes la más maravillosa y peligrosa de las aventuras, rinde en el fondo y la forma un sincero homenaje a la vida, a la libertad comprendida con todos y cada uno de sus matices, a los amigos que se fueron para que los que permanecemos los recordemos y nos sintamos envueltos por el cálido abrazo de sus fantasmas, unidos aún en la consigna: ¡pura vida!

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