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Espejos

Estrenaron el viernes la pequeña (de presupuesto humildísimo, al servicio de un generoso despliegue de sagacidad) película iraní El espejo. Una de las muchas singularidades de este inteligentísimo filme consiste en que resuelve, con un giro muy sencillo y original, una enrevesada ecuación de geometría visual: ese pliegue del lenguaje cinematográfico que se expresa en la metáfora del choque de imágenes enfrentadas, una a este lado y otra al otro, en un invisible espejo, duplicidad que nos abre al dilema, enturbiado por excesos especulativos de teóricos y analistas cinéfilos, entre la representación fílmica de la realidad en forma de ficción o bien en su revés formal de documento.Hay otra peculiaridad que hace crecer aún más el interés del este sorprendente y hermoso relato del itinerario urbano de una niña perdida en el bullicioso laberinto de las calles de Teherán. Consiste en que esa niña, a mitad de película, se desentiende bruscamente y por su propia iniciativa de la ficción, se niega en redondo a seguir haciendo de niña perdida, tonta y llorica cuando ella no se siente así, se larga del rodaje y recorre por su cuenta, invertido, el camino de vuelta recorrido hasta entonces por la ficción. A la chiquilla se le olvida que lleva enganchado en su vestido un pequeño micrófono inalámbrico que registra sus palabras, y son estas palabras, dichas a salto de esquina espontáneamente, sin guión aprendido, las que a partir de su huida del rodaje guían a la cámara, que la persigue en su recorrido hacia sí misma, hacia su propia ruta de busca de orientación y libertad.

De actriz pasiva y obedecedora de una ficción ajena impuesta, la cría pasa a ser la creadora de la aventura del filme, arrastrando la cámara y creando la materia de un relato opuesto al iniciado con sus vivificadoras huellas sonoras y su escurridiza figurilla de fugada y sublevada moviéndose como una anguila en el torbellino de adultos encarrilados en el despótico orden de la ciudad. Nunca he visto de manera tan nítida y tan exacta una captura en vivo dentro de una pantalla del axioma, sagrado en la pasión realista primordial pero blasfemo en el choriceo al por mayor del comercio occidental del cine de ahora, de la primacía del intérprete en la pirámide de la creación de cine y, por tanto, del quién es quién en el reparto de la autoría colectiva de una película.

Con el salto en medio que se quiera, no estamos aquí en lugar distinto de donde se situó el asombro que hizo deducir a Orson Welles -que siempre fue ante y sobre todo un actor- que el toreo es un suceso escénico de altísima pureza, en el que el dramaturgo y el intérprete coinciden, están dentro de la misma piel humana, y el ritual trágico que de esta coincidencia nace, se construye (o, analógicamente, se escribe) mientras se interpreta o se vive, que en esencia es lo mismo. Ningún modelo o interprete natural o no profesional de los soñados por Robert Bresson para dar carne humana a sus personajes alcanzó la sencilla y vigorosa verdad que surgió inesperadamente hace unos meses en las calles de Teherán, durante la persecución por unos perplejos cineastas adultos a una niña iraní sublevada contra el tedio que le causaba no ser ante la cámara quien ella es, sino otra.

Se lleva aquí al extremo algo impreciso y gran poder de contagio que se percible, casi se huele cómo un aroma, en las películas convencionales dirigidas ocasionalmente por actores. En estas obras se ve materialmente en la pantalla la comodidad del intérprete que es orientado por un director capaz de meterse en su pellejo. ¿Cuando el gran Robert Mitchum alcanzó la libertad de con que actuó, dirigido por Chales Laughton, en La noche del cazador? ¿Cuando, en el cine de ahora, se ha visto un encaje de actuaciones tan dueñas de sí mismas cómo las que el exagerado Roberto Benigni achica con humildad su gesto para así agrandar el de los intérpretes que dirige en La vida es bella? ¿Qué otra sustancia sostiene la insuperable y libérrima consistencia a los repartos de los filmes dirigidos por Elia Kazan, que jamás dejó de ser actor? ¿Hemos visto alguna vez a Joanne Woodward tan suelta, y al mismo tiempo tan precisa, como cuando fue dirigida por su marido y colega Paul Newman? ¿No es ahí, en ese espejo del actor que se mira en el actor, donde el genio del inmenso Fernán-Gómez hace posible el vigor de El camino a ninguna parte?

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