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Peregrinación a Santiago

Antonio Elorza

Al pie de las primeras estribaciones de la Sierra Maestra, en una pequeña ensenada situada pocos kilómetros al oeste de Santiago de Cuba, todavía pueden verse los restos de un navío de guerra embarrancado, que los locales identifican como el crucero Oquendo, perteneciente a la escuadra española, destrozada en el combate naval del 3 de julio de 1898. El cañón de proa emerge del agua y apunta a un lugar indeterminado del cielo. Más lejos quedan los restos sumergidos de otros dos cruceros, el Vizcaya, acribillado a disparos, y el Colón, el mejor de la flota, que fue al combate sin sus cañones de gran calibre y que hubiera podido escapar de haber tenido suficiente carbón de buena calidad. Desde la atalaya del castillo del Morro, que guarda la bahía de Santiago, es fácil reconstruir con la imaginación cómo los barcos españoles fueron abandonando su refugio y convirtiéndose uno a uno en presas de la armada norteamericana.Puesto a lanzar dardos contra el gran satán, Fidel Castro proclama ahora a Cervera vencedor moral de la batalla, pero es difícil hablar de victoria aun moral cuando lo que tuvo lugar fue, como escribiera Pío Baroja, una cacería. Lo cierto es que los cubanos siempre se mostraron muy respetuosos hacia sus adversarios españoles -"hermanos" los llamó Máximo Gómez-, y la celebración recién acabada, con sus salvas y flores lanzadas al mar por los marinos muertos, se inscribe en esa actitud generosa. Único lunar: la forma en que la exposición del Ateneo santiaguero exhibe, colgado de una pared, el sable del "señor Vara del Rey", equívoco de mal gusto pensando en el general que protagonizó en El Caney una defensa tan heroica como eficaz frente a un enemigo abrumadoramente superior en número y medios.

Para el régimen cubano, 1898, y el fin de la que llama guerra hispano-cubano-norteamericana, no son motivos de regocijo sino de confirmación de sus valores revolucionarios. En el prólogo del Congreso de historia con que la Universidad de Santiago de Cuba celebró hace unos días el centenario de "los sucesos", no faltó el recordatorio, en la original forma de un ballet, del doble origen, español y africano, de la nacionalidad cubana. Pero sobre todo un espléndido orador, Eusebio Leal, historiador y político en alza dentro del régimen, resumió de modo brillante para los congresistas los grandes temas de la interpretación oficial sobre el 98, destacando el heroísmo de los insurrectos, su carácter de precursores de la revolución de Castro, la estima hacia los españoles -reconcentración de Weyler excluida- y el papel de los Estados Unidos, guiados siempre por intereses imperialistas.

Es una visión del pasado de Cuba que tiene más de historia sagrada que de otra cosa. Las casi seis décadas de República, con sus altibajos de periodos constitucionales y golpes de Estado, no cuentan salvo para la descalificación, siendo borrada toda huella de una vida social y cultural que tuvo poco que ver con los desmanes de Machado o de Batista. Ni siquiera en los puestos de libros usados en La Habana se encuentran las producciones de esa época, salvo cuando tienen carácter histórico y se refieren a la independencia. La atención se centra obligadamente en el paralelismo entre las tres décadas de lucha por la independencia, de 1868 a 1898, y la etapa revolucionaria que desde 1959 resuelve las frustraciones de aquélla.

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No se trata de analizar procesos y figuras históricas sino de ensalzar mitos y enterrar toda complejidad, por lo menos en la historia política. Más que apóstol, Martí es una deidad solar cuyos rayos iluminan la figura del actual líder supremo, en tanto que, hoy por hoy, las exigencias de movilización desde el sacrificio llevan a primer plano las figuras hermanadas de Maceo y del Che. La exaltación de todos ellos no admite reserva alguna, y para evitar desviaciones, pasadas o presentes, ahí están los (y las) inquisidores de oficio que no se recatan en cerrar sus veredictos de condena con profesiones de amor hacia el Héroe Nacional (Martí) o el Titán de Bronce (Maceo). Nadie debe recordar que Martí era un demócrata convencido, que le hería y repugnaba el militarismo de Maceo o que éste era juzgado por Máximo Gómez como "hombre sin inteligencia política". Los actores políticos que en la historia cubana no encajan en el maniqueísmo revolucionario son denostados como "antinacionales", o simplemente silenciados. Por supuesto, no cabe hablar de los costes que para el nivel de vida de los cubanos supuso la aplicación a la economía -mejor sería decir, contra toda economía- de las ideas del Che sobre el "hombre nuevo", con su entusiasmo utópico por aquella catástrofe que fue el Gran Salto Adelante maoísta. Sobre nada de lo hecho en los últimos cuarenta años cabe la menor crítica. El diario Granma sigue siendo un boletín de sóviet. En la revolución redentora de Castro no existen los puntos negros y, si los hay, del mísero nivel de abastecimiento a la sarna, la culpa es del bloqueo.

Los opositores demócratas del interior de Cuba piensan que el castrismo ha entrado en una fase terminal, de anquilosamiento definitivo, y ello es indudable si repasamos sus manifestaciones ideológicas. En su último discurso extenso, pronunciado el 20 de junio en el teatro Karl Marx ante una asamblea de educadores, Castro no encuentra mejor recurso que resucitar una vez más al hombre nuevo, declarando que en Cuba se está preparando al ser humano del mañana. Menos mal que no habla de la mujer cubana, que desde la adolescencia, para sobrevivir, ha de prostituirse con añosos turistas llegados para degustar carne barata, sin que los guardianes de la Revolución, omnipresentes en lo que a la supresión de libertades se refiere, intervengan para nada en el asunto. "Lo que Cuba ha hecho por el hombre", añade Castro, "lo ha hecho con métodos extraordinariamente humanos". Comentario: claro que no hay escuadrones de la muerte, pero sí ha habido fusilamientos sin garantías y hay detenciones, malos tratos e interminables prisiones preventivas sin juicio alguno. Pero su discurso ya no tiene que guardar relación con la realidad; es pura exaltación de sí mismo, cargada de acentos defensivos.

En este sentido se ajusta a la calificación de terminal, pero no será fácil hacer saltar los mecanismos de represión consolidados en estos cuarenta años, y hoy reforzados por la amalgama de intereses de la burocracia con la inversión ex-

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terior. Castro ciega las fuentes de un capitalismo que surgiera desde abajo, al modo de la China de Deng, y condena a sus ciudadanos desprovistos de dólares a sufrir un curioso modo de producción neoesclavista, donde los salarios de miseria -diez a veinte dólares al mes- contrastan con la venta a buen precio de la isla al capitalismo internacional no estadounidense. Aquellos que en el régimen se benefician de tal situación se resistirán a abandonar el privilegio alcanzado.

En esta circunstancia, la historia se repite. No hacen falta ceremonias oficiales de centenario; ahí está el ministro Piqué al frente de sesenta empresarios para consolidar la penetración en ese área económica privilegiada que es hoy la Cuba de Castro para España. Anguita, la gran cadena hotelera y el cazador de mulatas y prietas están de acuerdo: gracias a Castro, Cuba is different. La población cubana desesperada no importa. Al borde de cumplirse cien años del fin efectivo de la guerra, el 16 de julio de 1898, con la capitulación del Ejército español en Santiago bajo la majestuosa Ceiba de la Paz, asistimos a una curiosa revancha de la dominación española. Hasta que los Estados Unidos despierten y vuelvan a desplazarnos. Nos lo tendremos bien merecido. Como entonces.

Antonio Elorza es catedrático de Pensamiento Político en la UCM. Coautor de La guerra de Cuba, 1895-1898 (Alianza Editorial).

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