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Esos leones

"Se entenebrece bruscamente la luz del día y los transeúntes empiezan a huir en todas direcciones aunque tratando, como las gaviotas, de no alborotar y de hacer el menor ruido posible. Confirmo así que, en el Palacio de Correos, las cabezas de león que reciben las cartas han vuelto a quejarse y a manar sangre por las comisuras de sus bocas de bronce, con todo lo demás que ya no recuerdo y que nadie quiere recordar porque fue tan malo la otra vez". Esas líneas son parte de una pesadilla que abre el relato El arquitecto, en mi antología de Alianza Con el viento Sur, y esos leones o, mejor, esas cabezas de león siguen ahí, hechas símbolo emblemático de muchos años de la ciudad, en la Central gaditana de Correos que, dicho sea de paso, conoció también el primero de los ascensores instalados en Cádiz. No es fácil prever, de jóvenes, qué podrá convertírsenos más tarde en un punto especial de referencia. Muchas veces, el curso del tiempo parece desatender o arrinconar las grandezas más ostensibles, y concentrársenos en cualquier trivialidad. Para el buen pintor que fue el jiennense Fausto Olivares no había recuerdo de la infancia más sólido y representativo que una cabeza de caballo que aún se cuelga, creo, en un punto muy céntrico de Jaén, anunciando una tienda de talabartería y aparejos para monturas. Los dos leones de Correos de Cádiz no deben ser una exclusiva; su época, el primer tercio del siglo, tuvo que producirlos en cantidad, aunque no recuerdo haberlos visto en otra población. Sus espléndidos diseño y fundición acusan ya el paso de los años; impertérritos a pintadas y churretes gamberros, hace pocas mañanas fui sin embargo a echar unas cartas y noté en vías de desprenderse el buen revestimiento metálico del interior de una de las bocas, recompuesto con una chapuza de argamasa o cemento poco prometedora de duración. A un lado de la Plaza de las Flores y emplazados frente a la puerta principal de la Plaza de Abastos, largos testigos de la vida popular y de los Carnavales (cuyas agrupaciones los han encartado más de una vez en sus letras y aun parecen haberles cantado alguna vez, dirigiéndose a sus entreabiertas fauces de bronce), esos dos leones postales son una marca de identidad no canjeable, una señal en la memoria de quienes, generación tras generación, hemos ido haciendo uso de tan hermosos buzones y fuimos aupados de niños, con deleitable miedo, para deslizar por las grandes bocas metálicas las cartas y tarjetas, algunas de las cuales se iban al suelo dados los temores infantiles a acercar allí las manos más de la cuenta. Estando donde están, esos leones requieren toda una restauración en serio que garantice su continuidad y su belleza; si estuvieran en algún barrio nuevo, quizá bastaría con sustituirlos mediante una raja en cualquier pared y una tira de plástico encima con la palabra Cartas. El progreso, que dicen.

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